sábado, 26 de noviembre de 2011

La televisión practica una ética de ocasión, maleable y difusa.

Nosotros confiamos en la televisión, y sin pensarlo, tomamos como verdadero lo que vemos, pero ¿Cuál es la ética que los orienta? ¿Cuáles son sus fines? ¿Están explicitadas? ¿O se ocultan bajo un manto de “neutralidad”? Los siguientes párrafos se ocupan del tema



Algunos de los efectos desfavorables que tiene o puede tener la televisión sobre la cultura cívica, podrían evitarse si las empresas de comunicación tuvieran códigos de ética en donde establecieran las pautas con que manejarían sus contenidos. Es casi imposible que una televisora, por autoritaria que sea, advierta en un código de esa índole que manipulará la información acerca de asuntos públicos, presentará una visión estandarizada de la realidad o que soslayará la diversidad de la sociedad para colmar su programación de estereotipos de situaciones y personas.

Los códigos de ética en el campo de la comunicación de masas existen como resultado de la necesidad de las audiencias, pero también de los medios, para precisar reglas y alcances en la confección de sus mensajes. Por lo general esos códigos señalan compromisos con valores positivos: cuando se trata de la transmisión de noticias, se asegura que la televisora en cuestión lo hará con imparcialidad, objetividad, claridad, distinción entre información y opinión, identificación de las fuentes, sin emplear artilugios técnicos para alterar imágenes o sonido, etcétera. Cuando se trata de la programación en general, usualmente se añade que se evitará mostrar escenas de violencia innecesaria especialmente en programas para niños, que los contenidos para adultos se transmitirán en horarios para esos públicos, que se soslayará el lenguaje procaz y las escenas de mal gusto, etcétera...

Las reglas éticas y sus códigos no modifican el estilo simplificador, las restricciones que se derivan de su lenguaje específico, ni los efectos que independientemente de sus contenidos tiene el formato audiovisual de la televisión. Pero pueden contribuir a generar contenidos que, al reconocer su unilateralidad, hagan de la televisión un medio menos parcial. Sobre todo, las normas de esa índole pueden recordar a quienes hacen la televisión que existen públicos atentos y exigentes, dispuestos a evaluar desde un punto de vista crítico los programas que producen.

Las normas éticas y los códigos que las incluyen son un instrumento valioso, especialmente para que los públicos de las televisoras sepan qué esperar de su programación y qué exigir cuando esas reglas no se cumplen. Son una suerte de contrato informal, pero público, entre el medio de comunicación y sus audiencias. Allí se compendian reglas de carácter general, pero cuya traducción en circunstancias específicas puede ser la diferencia entre un contenido esquemático y discriminador, y otro que muestre con respeto diferentes ángulos de un acontecimiento.

Como todo contrato, los códigos de ética requieren de instrumentos, procedimientos y autoridades responsables de garantizar su cumplimiento. Y precisan, por encima de todo, de voluntad suficiente y sólida para que las televisoras cumplan esas pautas aun cuando puedan afectar sus intereses corporativos o los compromisos políticos que hayan entablado. Y allí es en donde habitualmente se encuentra la fragilidad de tales códigos. Las empresas de comunicación que elaboran y hacen públicos esos inventarios de compromisos profesionales, con frecuencia se ufanan de ellos hasta que se encuentran en la necesidad de acatarlos. Y entonces se olvidan de ellos. Aún así es útil que existan, aunque sea para documentar la inconsecuencia de tales empresas con los principios que dijeron abrigar. La mayoría de las televisoras no cuenta con códigos de ética.

Qué hacer.
Cuando un contrato no se cumple, la parte afectada puede exigir o propiciar una reparación al daño que ha sufrido. Pero en el caso de los códigos de ética, como no son convenios formales sino apenas principios que el medio de comunicación proclama aunque luego se desentienda de ellos, los recursos de los que disponen los televidentes para que esos ordenamientos sean respetados resultan limitados. Pero sí los hay.

Algunos medios de comunicación, para que esos compromisos resulten más creíbles, designan defensores de los televidentes que tienen el encargo de interpretar el código de ética y exigir explicaciones o rectificaciones al medio de comunicación cuando consideran que lo ha incumplido.
Esos defensores deben contar con autonomía respecto de la empresa televisora para cumplir su encargo de manera eficiente. Cuando en un medio de comunicación el defensor de la audiencia, u ombudsman, desempeña otras tareas en esa empresa o en la corporación de la cual depende, sus márgenes para reclamar el cumplimiento del código son limitados. En otros medios hay defensores de los televidentes pero sin códigos en los que puedan apoyarse; en tales casos la reivindicación que puedan hacer del interés de las audiencias está ceñida a los criterios discrecionales con los que decidan actuar.

Los telespectadores siempre tienen la posibilidad de reclamar, denunciar y exigir cuando se transmiten contenidos que no les parecen adecuados. Pero cuando existe un código de ética disfrutan de un recurso adicional, que le da más fuerza a sus observaciones o inconformidades. Los códigos de ética nunca reemplazan a la legislación destinada a normar el desempeño de los medios de comunicación, pero pueden anticiparse a ella y, eventualmente, evitar conflictos legales.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

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