miércoles, 28 de diciembre de 2011

La obesidad no es un problema de gula, es una cuestión social

En un mundo donde “todo tiene que ver con todo”, la obesidad se vincula con sedentarismo, y esto con la televisión. Esta relación se da también por medio de la mala alimentación y la publicidad. Son múltiples los vasos comunicantes, y lo podemos ver desde múltiples ópticas. El siguiente artículo lo mira desde la pediatría.


En el marco de los cien años de la Sociedad de Pediatría, Benjamín Caballero, de la Universidad Johns Hopkins, señaló la relación entre niños obesos y comidas chatarra, menos costosas.
 “La obesidad, como la contaminación ambiental o la violencia, es un problema social, no una cuestión de ‘gula’ individual.” Así lo plantea Benjamín Caballero, el argentino que dirige el Centro de Nutrición Humana de la Universidad Johns Hopkins, en Estados Unidos (donde también es profesor de Pediatría y de Salud Internacional). Así explica que un factor principal de la epidemia de sobrepeso en los países desarrollados es el aumento de la brecha social, por el cual los menos favorecidos pierden acceso a los alimentos más saludables: mil calorías de vegetales cuestan cinco veces más que mil calorías de comida chatarra. Para los que sí tienen acceso a decidir sobre su propia gordura, Caballero advirtió acerca de autoengaños como el del que porque fue al gimnasio, se autoriza a comer de más: “La actividad física es necesaria por sí misma, porque hace bien al sistema circulatorio y muchos otros motivos, pero lo que se quema en 45 minutos de ejercicio intenso equivale a un solo postrecito de dulce de leche”. El destacado especialista –quien disertó en el Congreso del Centenario, de la Sociedad Argentina de Pediatría, que finalizó el viernes– también señaló que, ya en los dos primeros años de vida, una alimentación inadecuada puede sentar las bases para la obesidad y enfermedades asociadas como la diabetes.
–La epidemia de obesidad avanza en todo el mundo, especialmente en países de desarrollo intermedio como Tailandia, México, China, Brasil. Y en los países industrializados, en estos últimos años, la brecha entre los que ganan más y los que ganan menos se ha ensanchado, y la obesidad está ligada con la cuestión de qué alimento es disponible a qué precio. En Estados Unidos, por ejemplo, por tres dólares se consiguen mil calorías de alimentos con 50 por ciento de grasas saturadas, bajos en vitaminas y minerales, como las hamburguesas y las papas fritas; la misma cantidad de calorías en vegetales frescos, ricos en vitaminas y minerales, cuesta cinco veces más. El problema es hoy mucho más complejo que hace diez o 20 años: es un problema estructural, el de un ambiente “obesogénico”, como lo llamamos.

–¿Qué ejemplo puede dar?
–Nuestro grupo de investigación hizo, en la ciudad de Baltimore, un mapeo de los accesos a bocas de expendio de alimentos: encontramos que la obesidad, y las enfermedades asociadas como diabetes e hipertensión, son directamente proporcionales a la distancia de cada familia a una boca de acceso a comida saludable. Recordemos que en Estados Unidos las clases media y media alta suelen vivir en los suburbios: en todo el centro de Baltimore, con alta densidad de población de clase baja, no hay ningún supermercado: la gente compra sus alimentos sólo en estaciones de servicio; comidas enlatadas, sandwiches, las opciones son muy limitadas. Y se agregan otros condicionantes sociales, como la violencia callejera: Baltimore, de 900 mil habitantes, tiene 350 asesinatos por año y ninguna madre consciente dejaría que su hijo juegue en la calle: lo planta ante el televisor, donde, además, ve propaganda y promociones de alimentos que lo volverán obeso.



–¿Hay en Estados Unidos movimientos para frenar la epidemia de obesidad?
–Estados Unidos insiste en definir la cuestión en términos de responsabilidad y voluntad individual. Es un país basado en el individualismo, el de Gary Cooper en A la hora señalada. Es difícil que el Estado intervenga porque se prioriza la libertad de comercio. En América latina, en cambio, la actitud ha pasado a ser diferente, y esto es parte de un proceso histórico. Desde hace unos años, y sin entrar en cuestiones ideológicas, distintos países de la región empezaron a hacer su propio camino, dejaron de consultarlo todo con Estados Unidos. Argentina, Chile, Brasil, México, tienen políticas para restringir la venta de alimentos no saludables a niños: así, la restricción de expendio de bebidas gaseosas en escuelas. México tiene una política muy clara, a la que por supuesto se oponen las industrias, en cuanto a regular qué alimentos se pueden vender a niños y cuáles no. Si no se permite vender tabaco a menores, ¿por qué vender a chicos de cinco años agua con azúcar y gas, o comida con 50 por ciento de grasa saturada, cuando la primera causa de muerte es la enfermedad cardiovascular?

–En una de sus conferencias en el congreso de la Sociedad Argentina de Pediatría usted discutió la relación entre actividad física y reducción de peso...
–Ante todo, la actividad física debe recomendarse incondicionalmente, porque es buena para el sistema cardiovascular, para el tono muscular y muchos aspectos de la salud. Pero hay que distinguir esto del rol de la actividad física en la epidemia de obesidad. El peso aumenta cuando uno ingiere más energía de lo que gasta en su actividad. Entonces, para reducir la obesidad, ¿qué es más fácil? ¿Comer menos o gastar más? Si uno marcha en la cinta del gimnasio a paso rápido durante 30 minutos, gastará 180 calorías: es lo mismo que recibirá si al terminar se toma una lata de gaseosa. Una sesión intensa de gimnasia consume, en 45 minutos, unas 500 calorías: no más de las que tiene un postre con crema o con dulce de leche. Es mejor no comerse ese postre. Resulta muy difícil compensar, mediante actividad física, el contenido tan denso que tienen muchos alimentos. Y la actividad física tampoco es una cuestión de decisiones individuales. En Estados Unidos, la mayoría de las escuelas públicas primarias y medias no tienen actividad física obligatoria; sólo después de la secundaria empieza a ser obligatoria pero, en un marco tan competitivo, lo es sólo para los más talentosos, y el resto de los alumnos son espectadores.

–A partir de la cuestión de la obesidad, usted va trazando una especie de radiografía social...
–Hace 50 o 60 años, la obesidad era considerada un “problema glandular”, una cuestión endocrina. Después empezó a ser una cuestión de gula: la gente come demasiado y es vaga, no quiere tener actividad física. Pero en los últimos 10 o 15 años se hace evidente que la obesidad forma parte de la estructura social. Y no es cuestión de ilegalidad, como para ciertas drogas: no es que alguien quiebre la ley sino que la ley misma tiene como prioridad no la salud sino la ganancia. Por lo demás, no hay un momento que sea demasiado temprano para estar alerta sobre la posibilidad de obesidad. Este riesgo se plantea ya durante la vida fetal –advirtió Benjamín Caballero.

–¿Cómo es eso de obesidad y vida fetal?
–El crecimiento fetal se da con una velocidad extraordinaria: es como si una persona de 70 kilos pasara a pesar 200 kilos la semana siguiente, y después 500 kilos... Lo que hace posible ese ritmo es que los sistemas metabólicos se van adaptando. Entonces, por ejemplo, si un feto recibe de la madre menos azúcar de la que necesita para crecer, se adaptará maximizando la utilización de ese nutriente; y el problema es que esa modificación perdurará toda la vida. Su sistema metabólico ha sido optimizado para retener la mayor cantidad de energía y, en la infancia, tenderá a acumular más que un chico que no haya sufrido restricciones intrauterinas. Por eso los chicos que han tenido restricciones calóricas en la etapa intrauterina corren más riesgo de obesidad y enfermedades asociadas como la diabetes y la hipertensión.

–Esto tiene, por supuesto, una dimensión social.
–Enorme. En países de Centroamérica o Africa, el 70 por ciento de los chicos ha tenido alguna restricción intrauterina; esto también es muy común en la India. Llamamos a esto la doble carga de enfermedad: subnutrición temprana y después, como consecuencia, sobrenutrición.

–Pero, si la obesidad es un desequilibrio entre la ingesta y el gasto, ¿es que estas personas, con la misma ingesta, engordarán más?
–No necesariamente. Estos niños, cuando llegan a los ocho o diez años, pueden no ser más gordos, pero acumulan más grasa central, en el abdomen, y por esta causa pueden tener ya resistencia a la insulina y eventualmente diabetes tipo 2. No es simplemente un problema de masa sino metabólico: se trata de un sistema que se adaptó a subsistir en un medio intrauterino adverso y ya no puede retroceder


Por Pedro Lipcovich
Fuente
Página12

martes, 20 de diciembre de 2011

La televisión propicia la abstención política.

La televisión actúa permanentemente frente a nosotros, y al naturalizar su acción, muchas veces se hace “invisible”. La televisión es un servicio público ¿Propicia la actuación política, para mejorar la democracia? ¿O más bien la erosiona? ¿Es imparcial? ¿O defiende sus propios intereses? Esos temas son tratados en los siguientes párrafos.



A veces por omisión y en otras por distorsión, la pantalla televisiva suele ofrecer un panorama tan desfavorable de los asuntos públicos que tiende a inhibir a los ciudadanos.

Habrá quienes repliquen, ante consideraciones como ésas, que el papel de la televisión no es hacer proselitismo político ni convencer a la gente para que participe en asuntos de esa índole. Pero no hay que olvidar, primero, que la televisión ofrece un servicio público aunque no siempre reconoce las obligaciones inherentes a esa función. Al mismo tiempo, la percepción que los ciudadanos se forman acerca de los asuntos públicos depende de la exposición que tienen a diversas fuentes de socialización, entre ellas los medios de comunicación.

Junto con ello, los intereses que acotan a la televisión propician que con frecuencia la imagen que ofrece acerca de los actores públicos sea favorable para unos y perniciosa para otros. Es difícil que la televisión sea imparcial respecto de los temas más polémicos. De hecho, la imparcialidad en un medio de comunicación suele ser una quimera porque desde la selección y la manera de presentar una noticia, hasta la ubicación que encuentra dentro del medio y el énfasis con que es presentada, cada paso en el proceso informativo es determinado por decisiones y enfoques subjetivos del reportero, el editor, el redactor, el productor, etcétera.

Así que no hay inocencia cuando la televisión, ya sea para suscitar el interés de sus televidentes o para impulsar algún negocio que tengan contemplado los propietarios de la estación, presenta una imagen notoriamente desfavorable de un personaje público o, al contrario, tan benévola que resulta sospechosa.

Todos esos comportamientos abonan en la desconfianza de los ciudadanos respecto de la política y las instituciones en las que se desarrolla.

Qué hacer. Es difícil que la televisión convenza a muchos ciudadanos para ir a votar en una elección. La simpatía con un candidato o partido, la conciencia cívica o un elemental sentido de responsabilidad, suelen conformarse a partir de otras experiencias y fuentes de información y socialización. La televisión puede reforzar opiniones ya determinadas, o en proceso de definición por parte del elector. De hecho en los debates electorales, transmitidos por televisión, es usual que los candidatos quieran afianzar el voto de quienes ya simpatizan con ellos más que restarle simpatías a sus contrincantes. Y sobre todo, buscan persuadir a los ciudadanos que aún no están convencidos de ir a votar o por quién votar. La propaganda negativa que con frecuencia se utiliza en esos encuentros tiene el propósito de mermar la imagen del candidato rival, especialmente ante los ojos de los electores indecisos.

Lo que sí es más sencillo es que la televisión, cuando mantiene actitudes constantemente hostiles al sistema político o a sus protagonistas, pueda contribuir al desinterés y el rechazo de los ciudadanos a la participación institucional. Las versiones negativas, como ya se ha señalado, prenden con más facilidad en el ánimo de las personas que las de carácter positivo.

Para trascender el papel cívicamente desmovilizador de la televisión, antes que nada sería necesario que los distintos actores de la vida política que buscan respaldarse en ella la utilizaran de manera propositiva y creativa. Lo que hace pomposa y tediosa a la televisión de contenido político, son los políticos rimbombantes y aburridos.


Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía
Raúl Trejo Delarbre

martes, 13 de diciembre de 2011

La televisión soslaya el contexto histórico de los asuntos sociales.

La televisión marca una tendencia a naturalizar los asuntos sociales, no se ocupa, por lo general, de las causas históricas de desequilibrios, solo interesa “la actualidad”, que se renueva diariamente. Esto forma parte de una manera de ver el mundo, que subrepticiamente es inculcado a los televidentes.



Para la televisión, casi siempre, los acontecimientos comienzan hoy. La permanente compulsión para ofrecernos lo más nuevo, lo realmente actual, el acontecimiento en vivo y en directo, la convierte en un medio sin memoria. Los hechos que relata por lo general son mostrados desprovistos de antecedentes, salvo que se trate de asuntos en los cuales la remembranza también es negocio. La trayectoria de un personaje público es soslayada a menos que sus interpretaciones musicales, méritos deportivos o la simpatía que despierte en el teleauditorio, sirvan para incrementar la audiencia.

La memoria en ese medio suele limitarse a la videoteca de la estación televisora. En busca de televidentes, una emisora puede reciclar un viejo programa, o producir una réplica de la telenovela o la serie que tu vieron éxito años atrás. Pero el interés por el recuerdo es autorreferencial: cuando ocurre, es fundamentalmente para destacar hechos y personajes que han sido registrados por la televisión misma.

Esa des-historización de los acontecimientos forma parte de una frecuente actitud mediática, y, de manera más amplia, del comportamiento de diversos actores en la vida pública contemporánea. La idea de que la historia se construye cada día conduce a la especie de que la historia se reinicia de forma cotidiana. Así, es frecuente que se nos ofrezcan como hechos inéditos acontecimientos que ya han ocurrido antes. La búsqueda de la novedad vuelve obsoleta a la memoria. Por supuesto, a veces hay espacios e incluso canales enteros destinados a rescatar experiencias y hechos históricos. Pero son pocos y suelen estar dirigidos a públicos minoritarios.

El desdén por la historia es parte del desinterés por el contexto en los formatos televisivos. El apremio por la novedad puede ser una fuente de debilitamiento para la cultura democrática si implica la presentación de los hechos segregados de antecedentes y circunstancias. La carencia de información contextual restringe la capacidad de los ciudadanos para conocer, comprender y evaluar los acontecimientos de manera integral.

Qué hacer.
La mejor solución sería contar con otros medios, pero limitarnos a esa esperanza puede significar una actitud desprovista, también, de las lecciones que ofrece el contexto histórico. Los medios públicos tendrían que estar en condiciones de mostrar los acontecimientos con una estructura diferente, que no sólo dé cuenta de los hechos recientes sino además de la trayectoria que los precedió.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

lunes, 5 de diciembre de 2011

La televisión compite con la escuela.

Con mucha frecuencia, en la escuela se ignora y menosprecia la televisión ¿Es una actitud adecuada para combatir sus efectos? y además ¿Hasta qué punto erosiona los conocimientos? ¿Puede ser  la televisión desvastadora? ¿Qué podemos hacer? En los siguientes párrafos se reflexiona sobre el tema.



La televisión no está hecha para educar. Esa no es su función, aunque eventualmente pueda ser utilizada para difundir contenidos que pueden servir de apoyo a la educación escolarizada. Eventualmente, ese medio puede ser aprovechado para propagar conocimientos de carácter escolarizado, como sucede en la telesecundaria o en cursos de educación a distancia. Sin embargo los usos preponderantes de la televisión distan de ser complementarios con la educación.

La educación formal no puede ser indiferente a la televisión y a sus efectos tanto en la sociedad, como en los estudiantes y profesores. A veces la importancia de ese medio ha sido soslayada con una mezcla de apenas disimulado aborrecimiento y de oblicua indiferencia. La televisión no logra socavar los conocimientos que se adquieren en el aula y el hogar, se dice con frecuencia. En otras ocasiones, desde una perspectiva tremendista, se considera que la televisión influye más que la escuela: devasta por las tardes lo que el profesor trató de inculcar en el aula durante las mañanas, se afirma.

La influencia de la televisión es relativa pero efectiva. Su capacidad para erosionar el conocimiento e incluso las relaciones sociales depende del contexto y la experiencia de quienes la miren y por lo general sus mensajes, cualesquiera que sean sus contenidos, son tamizados en muy variados espacios en donde la gente socializa y contrasta las impresiones que ha recibido de la televisión.

Así que, sin exagerar pero sin ignorar su ascendiente, se puede reconocer que la televisión compite, en diferentes medidas, con la enseñanza que se imparte en la escuela. Eso sucede, sobre todo, cuando en la escuela se desestima a la televisión y la enseñanza en el aula transcurre como si ese medio de comunicación no existiera.

Qué hacer.
Antes que nada, es preciso no ignorar a la televisión. Ni los padres de familia, ni los maestros, pueden darse el lujo de considerar que ese medio de comunicación no está presente, con secuelas variadas, en la formación de los niños y los jóvenes. Desde luego, quienes diseñan políticas educativas tampoco deberían soslayar el papel de ese medio.

Si se reconoce que la televisión existe, que sus mensajes y efectos no son siempre los que resultarían deseables, que complementa pero también contrasta con el aprendizaje escolar y que independientemente de lo que digamos de ella ocupa varias horas de la atención cotidiana de la mayor parte de los estudiantes, entonces será pertinente admitir que es necesario educar para convivir con la propia televisión.

Mejor que nosotros lo afirma el mexicano Guillermo Orozco Gómez, uno de los especialistas latinoamericanos más avezados en el estudio de las audiencias y de la recepción crítica de la televisión:
Como punto de partida para una educación crítica del niño televidente el primer supuesto que hay que rebatir es -entonces el que propone tanto a la escuela como a la familia un papel pasivo frente a la televisión. No es artificial el interés de padres y maestros en la programación que los niños ven; por el contrario, lo artificial está en considerar que la relación de la televisión con el niño queda fuera de su tarea educativa. Educadores, padres y maestros juegan de hecho un papel en la relación que el niño entabla con la televisión, y concretamente en la apropiación que el niño hace de los mensajes televisivos.

Las posibilidades para que la televisión forme parte de los recursos de los cuales dispone el maestro para enriquecer el trabajo en el aula son muy amplias. Conociendo la programación de las televisoras, se les puede sugerir a los alumnos que vean un programa que esté relacionado con los temas de las clases de Historia, Geografía o Ciencias Naturales, por ejemplo. Pero cualquier programa, especialmente los que acostumbran mirar los niños y jóvenes, puede ser susceptible de una discusión inteligente y analítica en el salón de clases. El programa de caricaturas más violento, o la telenovela más ramplona, pueden ofrecer elementos de gran utilidad para comentar las parcialidades y limitaciones de la televisión.

Por lo general -dice Orozco Gómez- los niños traen al salón de clase sus impresiones de los programas de televisión que vieron el día anterior y comentan e intercambian opiniones con sus mismos compañeros. Ante estos comentarios, el maestro puede reaccionar con indiferencia, callarlos, o involucrarse inteligentemente en sus conversaciones. De cualquier manera, los niños intercambian sus comentarios, pero, en los dos primeros casos, lo hacen sin la opinión del maestro, que se supone está más informado. En cambio, cuando el maestro interviene, la discusión conjunta de la programación se con vierte en un ejercicio de reapropiación más crítica.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

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