Decía Levi-Strauss que sólo hay objeto para la antropología
allí donde la sociedad es de dimensiones lo bastante reducidas como para que
todos sus miembros se conozcan entre sí. La nuestra es tan grande que resulta
excesiva no sólo para los antropólogos sino, en general, para la mayor parte de
las personas que en ella viven, entrenadas como están para juzgar relaciones
entre hombres y no "esas fuerzas
vastas e impersonales que en nuestra sociedad moderna se han convertido en una
necesidad teórica" sin la cual no podemos entender nada. T.S. Eliot,
al que pertenece esta última cita, nos recuerda en un texto de 1946 sobre la
cultura por qué es mucho más agradable y asequible el estudio de la antigua Grecia, el
cual atañe "a un área pequeña, a hombres más que a masas y a pasiones
individuales" y no a estructuras, y de qué manera la irrupción de estas
"fuerzas impersonales" no sólo dificulta enormemente el análisis sino
que transforma por completo el concepto de moral con el que nos hemos manejado,
y tratamos de seguir manejándonos, desde hace muchos siglos.
Muy poco de lo que sabemos sobre los bororo nos sirve para
entender la política de Bush; muy poco de lo que sabían los bororo nos sirve
para sobrevivir en la sociedad actual. Allí donde el hundimiento de un barco
frente a las costas de Galicia implica a diez compañías, doce gobiernos y toda
una vía láctea de decisiones individuales encadenadas entre sí en el marco de
un sistema que se ha vuelto casi biológico, es muy difícil contar un
"relato". Allí donde nuestras más banales costumbres cotidianas -la
de mandar un mensaje por el móvil o elegir una marca de cereales- tienen una
relación "inimaginable" con algo terrible que sucede en el Congo o
con la muerte repentina de quince niños en Indonesia, es muy difícil aplicar
nuestro concepto tradicional de "responsabilidad". Allí, en fin,
donde la movilidad laboral, el trabajo precario y el desempleo impiden la
cristalización de lazos estables con los demás (y donde, por lo demás, la
multiplicación de aparatos dentro de casa disuelve cada vez más la vertiente
comunitaria y familiar de la televisión), todo se vuelve extraño, ajeno, y no
se sabe nunca con quién se está hablando o en quién se puede confiar.
Pues bien, en este contexto de amenazadora impersonalidad e
invisible desmesura, el único lugar donde sigue habiendo relaciones entre
hombres, el único espacio donde todavía nos sirven nuestras pequeñas categorías
y nuestros menudos y banales criterios antropológicos, es la televisión. Aún
más: el único espacio en el que hay personas que conocemos de verdad, es la televisión. Presentadores
a los que vemos todas las noches, invitados asiduos en el canal preferido,
famosos a los que seguimos hasta los lugares más recónditos, concursantes con
los que nos encerramos durante semanas y a los que ayudamos o zancadilleamos
desde lejos, jóvenes con ambiciones a los que aupamos a la fama, personajes de
dramas shakespearianos cuyos avatares seguimos comprometidos día tras día...; a
través de la pantalla este mundo de estructuras inasibles, de ciclos, líneas y
esquemas desprovistos de voluntad, toda esta maraña de vectores fríos y curvas
inexorables contra las que es inútil enfurecerse y que ni siquiera necesitan
nuestro apoyo, se reduce a dimensiones antropológicas, se materializa a escala
humana, se vuelve de pronto familiar.
Allí hay de nuevo relato, hay responsabilidad, hay alguien
de quien sabemos que podemos fiarnos -o a quien podemos condenar y rechazar con
la autoridad de la moral común. Allí nuestra "cultura" vuelve a
servir, allí volvemos a tener algo que decir, allí todo lo que hemos aprendido
no ha quedado todavía obsoleto. Más que apelar a nuestros bajos instintos, como
denuncian tantos críticos de la televisión, el placer que ésta nos proporciona
tiene que ver con el hecho -mucho más noble- de que nos franquea el acceso a un
espacio en el que todavía podemos juzgar; es decir, en el que aún podemos
activar aquello que nos define por excelencia como humanos: nuestra facultad de
conocer y nuestra facultad de valorar. Para ello la televisión reproduce las
hechuras de un mundo que ya no existe o que todavía no existe; un mundo
tristemente griego o abyectamente bororo en el que nos parece conocer a todos
los habitantes y en el que la "narración" y la "responsabilidad"
-los dos rasgos definitorias de una moral ejemplarizante, propia por igual de
la sociedad primitiva y de la sociedad ilustrada- toma el lugar de esta remota,
incomprensible, inhumana "inocencia" estructural, donde es tan difícil
orientarse e intervenir.
Extraído de
Televisión: cinco ilusiones y una propuesta
Santiago Alba Rico
En Revista Archipiélago nº 60 (Monográfico sobre televisión)
Santiago Alba Rico es un escritor, ensayista y filósofo
español nacido en Madrid en 1960.
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