La televisión nos crea una sensación que todo está al alcance de nuestra vista, pero ¿Podemos ver todo? ¿Qué significado tiene esto? ¿Significa que lo que no aparece en pantalla, no existe? ¿Influye esta creencia en nuestros juicios?
Un centro inmóvil que lo ve todo y que está al mismo tiempo
en todas partes, un espectador a la vez panóptico y panorámico cuya mirada
coincide sin residuos con la existencia misma: la cámara se apoya en su
objetividad material, bajo el modelo imperante, para convertirse en un
activador ontológico con ambiciones de totalidad. La falsa seguridad y la falsa
familiaridad de la televisión alimentan una doble ilusión holográmica. Por un
lado, está la convicción de que todo lo que podemos técnicamente, lo podemos
también -lo debemos- humana y culturalmente sin ninguna consecuencia.
Podemos ver, pues, todo lo que podemos ver. De todas las
tentaciones, la única verdaderamente irresistible es la de mirar; podemos
taparnos los oídos para no escuchar un chirrido, pinzarnos la nariz para evitar
el olor de una alcantarilla, rechazar el sabor de la hiel o negarnos a tocar
una viscosidad o una aspereza. Pero no podemos dejar de mirar. Todas las
culturas de la tierra han llamado la atención, a través de mitos o leyendas,
sobre los peligros de mirar indiscriminadamente, sobre las terribles
consecuencias de sorprender con la mirada ciertas criaturas o situaciones
privilegiadas cuyos beneficios son indisociables de su incomparecencia o cuyo
horror fundamental debe mantenerse inconsciente. Acteón, la mujer de Lot o la de Barba Azul,
Psiqué, la Melusina, la
propia Gorgona, el castigo para los voyeur es la pérdida de
la felicidad o - transformados en criaturas más vulnerables- la pérdida de la vida. Aún no sabemos qué
consecuencias puede tener para la razón la posibilidad de "imaginar"
técnicamente de un modo ilimitado; lo cierto es que esta posibilidad
tecnológica se ha convertido ya en un mandamiento visual, de manera que estamos
obligados a ver todo lo que la cámara nos permite ver.
La cámara ha levantado el tabú selectivo de la visión que
Dios había establecido y se ha convertido, y convertido con ella al
telespectador, en la verdadera divinidad. Esta potencia totalitaria de la
televisión convierte a la nuestra en la primera sociedad de la tierra que puede
mirar impunemente todo lo que ella puede registrar analógicamente o recrear
digitalmente, lo que equivale a decir todo . Es la primera sociedad que puede
sentir placer (y no el dolor de una metamorfosis vulneradora) viendo cosas que,
bien pensado, preferiría que no estuvieran ocurriendo o que jamás aprobaría. Y
habría que preguntarse, pues, si no hay ciertas clases de mal que sólo podemos
combatir, rechazar y eliminar; de las que sólo podemos salvarnos, y salvar a
los demás, negándonos -como en los cuentos- a mirarlas. O aceptando, a cambio,
el castigo de los dioses.
Pero esta liberación totalitaria de la mirada es inseparable
de la convicción presupuestaria de que todo lo que podemos ver es todo lo que podemos
ver. Me refiero a la certeza casi orgánica de que hay una imagen para todas las
apariciones, de que dondequiera que haya algo hay también una cámara, de que
pertenece a la naturaleza de las cosas germinar sólo en la pantalla. La invasión
atmosférica de la imagen televisiva, la aceleración y penetración de sus
imágenes como resultado, al mismo tiempo, de los avances tecnológicos y de la
competencia capitalista en el sector audiovisual, se suman a la interiorización
subjetivo-doméstica del punto de vista de Dios o del Emperador para consumar la
suplantación definitiva del mundo por parte de la pantalla.
La ilusión de que podemos ver todo lo que ocurre en la
televisión se corresponde con esta otra de que todo lo que ocurre lo podemos
ver en la televisión.
Que lo que no aparece en la pantalla no existe no es el truco
de un demonio deceptor; es una evidencia activa, la "síntesis"
perceptiva a partir de la cual ordenamos nuestras relaciones, elaboramos
nuestros juicios y construimos nuestras acciones. Los límites de nuestra visión
"protésica" -por decirlo con Stiegler- son ya los límites ontológicos
de nuestro mundo. Pero esta es justamente la prisión de Dios: todo lo que no
podemos ver no ha nacido ni nacerá nunca.
Extraído de
Televisión: cinco ilusiones y una propuesta
Santiago Alba Rico
En Revista Archipiélago nº 60 (Monográfico sobre televisión)
Santiago Alba Rico es un escritor, ensayista y filósofo
español nacido en Madrid en 1960.
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