El artículo que
publico a continuación hace referencia a la influencia que ejerce la televisión
en los más pequeños. Particulariza los efectos de la publicidad, pensada en
atacar las debilidades de ellos, para obtener beneficios económicos ¿Cuáles son
las verdaderas intenciones de la televisión? ¿Qué efecto pedagógico
contiene?
Es el mejor "canguro": sale barato e hipnotiza a
los pequeños. Así que los padres confían en la 'tele' y la 'tele' piensa ante
todo en la publicidad.
La familia y la escuela pesan poco frente a este primer poder
pedagógico
Creo que el primer servicio que la televisión para niños les
prestó a los papás y mamás fue aquel número de dibujos animados -de 1963- en el
que cuatro niños cantaban: "Va-mos-a-la-ca-ma...", mientras se
encaminaban hacia la puerta; debía de ser un apoyo muy eficaz para que los
padres mandasen a sus hijos a dormir a la hora en que lo hacían "todos los
niños de España", encarnados en los protagonistas de la historieta.
Se esgrime al instante la "libertad de expresión
publicitaria", la "mano visible" del mercado. Entre los niños la
comparación social prende pronto; véanse las zapatillas de deporte
Desde entonces, con las privadas, han aumentado los
programas para niños, pero a la vez se ha hecho mucho más frecuente el designio
de servicio a los padres, porque se ha constatado hasta qué punto la televisión
es el mejor baby sitter o canguro de este mundo.
Buscando el canal idóneo sólo con los dedos, sin mirar, con
una significativa espontaneidad y nerviosismo casi automáticos, los padres
hacen pensar que han acabado por fijar en su mente una conexión directa, como
eléctrica, entre el mando que pulsan en la televisión y el efecto instantáneo
de que los niños se queden súbitamente quietos y callados. A los gestores de la
programación les ha bastado ver de qué manera los niños se embelesan ante la
pantalla, sin apartar ya la mirada, para darse cuenta de la facilidad de la
función que los padres les asignan y, por tanto, del amplio margen que ello les
ofrece para rebajar los costos de producción, y, dado que los padres, con tal
de tener a los niños quietos y callados, no suelen interesarse, a menudo ni
siquiera enterarse, de la calidad de los contenidos, la televisión para niños
va descendiendo hacia los abismos de fealdad, de miseria y de abyección de los
que no faltan precedentes.
El inmenso poder pedagógico de la televisión predomina hasta
tal punto sobre cualquier otra influencia que las de los ámbitos familiar y
escolar quedan totalmente anuladas o aplastadas.
La familia, por una parte, se ha dejado suplantar por el
socorrido baby sitter o canguro, del que, por lo demás, sigue sirviéndose con
ambigua gratitud.
En la enseñanza, el poder pedagógico de la televisión se
enfrenta a la debilidad de unas instituciones ya machacadas por las ocurrencias
de Gobiernos sucesivos, la más destructiva de las cuales es la que prescribe
que los contenidos de enseñanza sean aproximados a la condición y a las
circunstancias personales del alumno, a lo que le sea más cercano y familiar:
su pueblo, su comarca, sus costumbres... ¡Muy mal! Es el sujeto el que tiene
que salir al encuentro del objeto, pues sólo en la separación y en el
distanciamiento respecto de lo propio se experimenta el mundo como dueño de sí
mismo y el objeto del conocimiento como ajeno, desobediente, inapropiable.
Jamás debió allanarse la separación entre la casa y el
colegio, pues esa distancia podría hasta valer como figura del camino de todo
conocer.
Pero volviendo a la televisión, las pocas veces que hoy se
oye ya decir la palabra "censura", se esgrime al instante cierta
"libertad de expresión publicitaria", y aunque suene alucinante como
noción jurídica, lo cierto es que si la libertad de empresa y de comercio goza
de una total legitimidad, mal podría dejar de ser legítima la publicidad, que
se ha erigido, por así decirlo, en "mano visible" del mercado, en
instrumento esencial de la economía de crecimiento y no sé si tal vez hasta en
motor de la rotación de los planetas.
El resorte principal de la publicidad es, a mi juicio,
apelar a la comparación social. Ésta se mueve entre los extremos de "ser
más" (en castellano antiguo se decía más claro: "valer más") y
de "no ser menos" (en los más pobres barrios de chabolas, al menos en
los años cincuenta y sesenta, si una familia le hacía a una niña una primera
comunión "cara" -vestido blanco largo, librito anacarado, gran número
de invitados, etcétera-, obligaba a los vecinos, cuando a su vez les tocaba, a
gastarse lo que tenían y lo que no tenían, para "no ser menos").
Curiosamente, entre los niños la comparación social prende muy pronto.
Al menos hasta hace poco, el objeto paradigmático en el que
se ejercía la comparación social entre ellos (y entre los adolescentes) eran
las zapatillas de deporte, de difusión mundial (porque hoy todo se imita y se
iguala en pocos días a la mayor distancia) y creo que con muchas marcas.
Aquí, mejor que "marca", es más exacto
"logo" (Naomi Klein). El logo usurpa y suplanta todo valor de calidad
-que es "valor de uso"- y lo trueca por el valor de graduación que en
cuanto logo ocupe en el ranking o escala de apreciación de las zapatillas de
deporte (que es "valor de cambio").
La comparación social no apela a ningún criterio entre
cosas, sino a un criterio entre símbolos, al igual que en los matrimonios de la
aristocracia, en los que no se casaban dos personas sino dos apellidos.
Sin duda, la publicidad para los niños es lo que más
escandalosamente manifiesta el inmenso poder pedagógico de la televisión,
porque consigue dejar una educación permanente. Se dirige a los niños a una
edad tan tierna que su receptividad y ductilidad están todavía en un grado que
ninguna otra influencia podría contrarrestar. Es ridícula y hasta poco decente
la buena voluntad de los que proponen remedios frente a lo que en su fuero
interno reconocen por fatídico: así, los que recomiendan que los padres
acompañen a sus hijos ante la pantalla para incoarles "espíritu
crítico", o los que predican un "consumo responsable". Pero hace
ya muchos años que a estos buenos consejos "les ha madrugado", por
decirlo en palabras mexicanas, la publicidad, que aún más de madrugada,
respecto de la edad, empieza a seducir y acuñar a las criaturas, para que sin
resistencia se sometan y queden sometidas de modo perdurable al grado de
compulsión y servidumbre capaz de perpetuar la conveniente adaptación.
La publicidad tiene ya acostumbrado a todo el mundo a la
congénita deslealtad que comporta el risueño y zalamero encubrimiento del
equívoco de toda relación de compraventa por ella misma generada y azuzada.
Tan sólo en torno a las fechas de las fiestas de Pascua hay
adultos que levantan unas orejas como las de una liebre, escandalizados y
quizás hasta ofendidos por la publicidad de los juguetes dirigida a los niños,
en la que la perenne deslealtad publicitaria se transfigura en insidia y
felonía.
La fórmula más usada en los anuncios de juguetes creo que
suele ser la de un niño que se dirige a otro niño imaginario al otro lado de la
pantalla y le habla con voz de niño, metiendo ciertos giros que se pretenden
infantiles -o de verdad lo son-, como "qué guay",
"colega"... que no es que los haya oído -digo estos dos en concreto-,
sino que los pongo como ejemplo.
El niño del anuncio tiene el juguete ahí delante,
rindiéndole toda clase de alabanza; y a veces no es suyo todavía, sino que está
en la tienda, como para ponerse en la misma situación que el niño espectador,
porque la insidia incluye el que el fabricante y el publicitario cuenten con
que los niños que han visto el ansioso deseo del niño del anuncio se lo pidan a
sus padres con las más ardientes, implorantes e interminables súplicas, sin que
los padres encuentren otra respuesta que "es muy caro, hijo mío, es
demasiado caro, es un gasto que absolutamente no nos podemos permitir".
Lo que más me subleva de semejante mecanismo comercial es
que el que trata de hacerse el simpático a través de la voz de un niño
contratado por la agencia, imitando incluso clichés atribuidos al habla de los
niños, ese que así trata de hacerse el simpático, repito, no es otro que un
empresario, fabricante de juguetes, dispuesto a cualquier cosa para despachar
su mercancía, siempre legitimado, eso sí, por la ya más arriba mencionada
"libertad de expresión publicitaria".
Autor
Rafael Sánchez Ferlosio, premio Nacional de las Letras
Españolas 2009, es escritor.