miércoles, 28 de diciembre de 2011

La obesidad no es un problema de gula, es una cuestión social

En un mundo donde “todo tiene que ver con todo”, la obesidad se vincula con sedentarismo, y esto con la televisión. Esta relación se da también por medio de la mala alimentación y la publicidad. Son múltiples los vasos comunicantes, y lo podemos ver desde múltiples ópticas. El siguiente artículo lo mira desde la pediatría.


En el marco de los cien años de la Sociedad de Pediatría, Benjamín Caballero, de la Universidad Johns Hopkins, señaló la relación entre niños obesos y comidas chatarra, menos costosas.
 “La obesidad, como la contaminación ambiental o la violencia, es un problema social, no una cuestión de ‘gula’ individual.” Así lo plantea Benjamín Caballero, el argentino que dirige el Centro de Nutrición Humana de la Universidad Johns Hopkins, en Estados Unidos (donde también es profesor de Pediatría y de Salud Internacional). Así explica que un factor principal de la epidemia de sobrepeso en los países desarrollados es el aumento de la brecha social, por el cual los menos favorecidos pierden acceso a los alimentos más saludables: mil calorías de vegetales cuestan cinco veces más que mil calorías de comida chatarra. Para los que sí tienen acceso a decidir sobre su propia gordura, Caballero advirtió acerca de autoengaños como el del que porque fue al gimnasio, se autoriza a comer de más: “La actividad física es necesaria por sí misma, porque hace bien al sistema circulatorio y muchos otros motivos, pero lo que se quema en 45 minutos de ejercicio intenso equivale a un solo postrecito de dulce de leche”. El destacado especialista –quien disertó en el Congreso del Centenario, de la Sociedad Argentina de Pediatría, que finalizó el viernes– también señaló que, ya en los dos primeros años de vida, una alimentación inadecuada puede sentar las bases para la obesidad y enfermedades asociadas como la diabetes.
–La epidemia de obesidad avanza en todo el mundo, especialmente en países de desarrollo intermedio como Tailandia, México, China, Brasil. Y en los países industrializados, en estos últimos años, la brecha entre los que ganan más y los que ganan menos se ha ensanchado, y la obesidad está ligada con la cuestión de qué alimento es disponible a qué precio. En Estados Unidos, por ejemplo, por tres dólares se consiguen mil calorías de alimentos con 50 por ciento de grasas saturadas, bajos en vitaminas y minerales, como las hamburguesas y las papas fritas; la misma cantidad de calorías en vegetales frescos, ricos en vitaminas y minerales, cuesta cinco veces más. El problema es hoy mucho más complejo que hace diez o 20 años: es un problema estructural, el de un ambiente “obesogénico”, como lo llamamos.

–¿Qué ejemplo puede dar?
–Nuestro grupo de investigación hizo, en la ciudad de Baltimore, un mapeo de los accesos a bocas de expendio de alimentos: encontramos que la obesidad, y las enfermedades asociadas como diabetes e hipertensión, son directamente proporcionales a la distancia de cada familia a una boca de acceso a comida saludable. Recordemos que en Estados Unidos las clases media y media alta suelen vivir en los suburbios: en todo el centro de Baltimore, con alta densidad de población de clase baja, no hay ningún supermercado: la gente compra sus alimentos sólo en estaciones de servicio; comidas enlatadas, sandwiches, las opciones son muy limitadas. Y se agregan otros condicionantes sociales, como la violencia callejera: Baltimore, de 900 mil habitantes, tiene 350 asesinatos por año y ninguna madre consciente dejaría que su hijo juegue en la calle: lo planta ante el televisor, donde, además, ve propaganda y promociones de alimentos que lo volverán obeso.



–¿Hay en Estados Unidos movimientos para frenar la epidemia de obesidad?
–Estados Unidos insiste en definir la cuestión en términos de responsabilidad y voluntad individual. Es un país basado en el individualismo, el de Gary Cooper en A la hora señalada. Es difícil que el Estado intervenga porque se prioriza la libertad de comercio. En América latina, en cambio, la actitud ha pasado a ser diferente, y esto es parte de un proceso histórico. Desde hace unos años, y sin entrar en cuestiones ideológicas, distintos países de la región empezaron a hacer su propio camino, dejaron de consultarlo todo con Estados Unidos. Argentina, Chile, Brasil, México, tienen políticas para restringir la venta de alimentos no saludables a niños: así, la restricción de expendio de bebidas gaseosas en escuelas. México tiene una política muy clara, a la que por supuesto se oponen las industrias, en cuanto a regular qué alimentos se pueden vender a niños y cuáles no. Si no se permite vender tabaco a menores, ¿por qué vender a chicos de cinco años agua con azúcar y gas, o comida con 50 por ciento de grasa saturada, cuando la primera causa de muerte es la enfermedad cardiovascular?

–En una de sus conferencias en el congreso de la Sociedad Argentina de Pediatría usted discutió la relación entre actividad física y reducción de peso...
–Ante todo, la actividad física debe recomendarse incondicionalmente, porque es buena para el sistema cardiovascular, para el tono muscular y muchos aspectos de la salud. Pero hay que distinguir esto del rol de la actividad física en la epidemia de obesidad. El peso aumenta cuando uno ingiere más energía de lo que gasta en su actividad. Entonces, para reducir la obesidad, ¿qué es más fácil? ¿Comer menos o gastar más? Si uno marcha en la cinta del gimnasio a paso rápido durante 30 minutos, gastará 180 calorías: es lo mismo que recibirá si al terminar se toma una lata de gaseosa. Una sesión intensa de gimnasia consume, en 45 minutos, unas 500 calorías: no más de las que tiene un postre con crema o con dulce de leche. Es mejor no comerse ese postre. Resulta muy difícil compensar, mediante actividad física, el contenido tan denso que tienen muchos alimentos. Y la actividad física tampoco es una cuestión de decisiones individuales. En Estados Unidos, la mayoría de las escuelas públicas primarias y medias no tienen actividad física obligatoria; sólo después de la secundaria empieza a ser obligatoria pero, en un marco tan competitivo, lo es sólo para los más talentosos, y el resto de los alumnos son espectadores.

–A partir de la cuestión de la obesidad, usted va trazando una especie de radiografía social...
–Hace 50 o 60 años, la obesidad era considerada un “problema glandular”, una cuestión endocrina. Después empezó a ser una cuestión de gula: la gente come demasiado y es vaga, no quiere tener actividad física. Pero en los últimos 10 o 15 años se hace evidente que la obesidad forma parte de la estructura social. Y no es cuestión de ilegalidad, como para ciertas drogas: no es que alguien quiebre la ley sino que la ley misma tiene como prioridad no la salud sino la ganancia. Por lo demás, no hay un momento que sea demasiado temprano para estar alerta sobre la posibilidad de obesidad. Este riesgo se plantea ya durante la vida fetal –advirtió Benjamín Caballero.

–¿Cómo es eso de obesidad y vida fetal?
–El crecimiento fetal se da con una velocidad extraordinaria: es como si una persona de 70 kilos pasara a pesar 200 kilos la semana siguiente, y después 500 kilos... Lo que hace posible ese ritmo es que los sistemas metabólicos se van adaptando. Entonces, por ejemplo, si un feto recibe de la madre menos azúcar de la que necesita para crecer, se adaptará maximizando la utilización de ese nutriente; y el problema es que esa modificación perdurará toda la vida. Su sistema metabólico ha sido optimizado para retener la mayor cantidad de energía y, en la infancia, tenderá a acumular más que un chico que no haya sufrido restricciones intrauterinas. Por eso los chicos que han tenido restricciones calóricas en la etapa intrauterina corren más riesgo de obesidad y enfermedades asociadas como la diabetes y la hipertensión.

–Esto tiene, por supuesto, una dimensión social.
–Enorme. En países de Centroamérica o Africa, el 70 por ciento de los chicos ha tenido alguna restricción intrauterina; esto también es muy común en la India. Llamamos a esto la doble carga de enfermedad: subnutrición temprana y después, como consecuencia, sobrenutrición.

–Pero, si la obesidad es un desequilibrio entre la ingesta y el gasto, ¿es que estas personas, con la misma ingesta, engordarán más?
–No necesariamente. Estos niños, cuando llegan a los ocho o diez años, pueden no ser más gordos, pero acumulan más grasa central, en el abdomen, y por esta causa pueden tener ya resistencia a la insulina y eventualmente diabetes tipo 2. No es simplemente un problema de masa sino metabólico: se trata de un sistema que se adaptó a subsistir en un medio intrauterino adverso y ya no puede retroceder


Por Pedro Lipcovich
Fuente
Página12

martes, 20 de diciembre de 2011

La televisión propicia la abstención política.

La televisión actúa permanentemente frente a nosotros, y al naturalizar su acción, muchas veces se hace “invisible”. La televisión es un servicio público ¿Propicia la actuación política, para mejorar la democracia? ¿O más bien la erosiona? ¿Es imparcial? ¿O defiende sus propios intereses? Esos temas son tratados en los siguientes párrafos.



A veces por omisión y en otras por distorsión, la pantalla televisiva suele ofrecer un panorama tan desfavorable de los asuntos públicos que tiende a inhibir a los ciudadanos.

Habrá quienes repliquen, ante consideraciones como ésas, que el papel de la televisión no es hacer proselitismo político ni convencer a la gente para que participe en asuntos de esa índole. Pero no hay que olvidar, primero, que la televisión ofrece un servicio público aunque no siempre reconoce las obligaciones inherentes a esa función. Al mismo tiempo, la percepción que los ciudadanos se forman acerca de los asuntos públicos depende de la exposición que tienen a diversas fuentes de socialización, entre ellas los medios de comunicación.

Junto con ello, los intereses que acotan a la televisión propician que con frecuencia la imagen que ofrece acerca de los actores públicos sea favorable para unos y perniciosa para otros. Es difícil que la televisión sea imparcial respecto de los temas más polémicos. De hecho, la imparcialidad en un medio de comunicación suele ser una quimera porque desde la selección y la manera de presentar una noticia, hasta la ubicación que encuentra dentro del medio y el énfasis con que es presentada, cada paso en el proceso informativo es determinado por decisiones y enfoques subjetivos del reportero, el editor, el redactor, el productor, etcétera.

Así que no hay inocencia cuando la televisión, ya sea para suscitar el interés de sus televidentes o para impulsar algún negocio que tengan contemplado los propietarios de la estación, presenta una imagen notoriamente desfavorable de un personaje público o, al contrario, tan benévola que resulta sospechosa.

Todos esos comportamientos abonan en la desconfianza de los ciudadanos respecto de la política y las instituciones en las que se desarrolla.

Qué hacer. Es difícil que la televisión convenza a muchos ciudadanos para ir a votar en una elección. La simpatía con un candidato o partido, la conciencia cívica o un elemental sentido de responsabilidad, suelen conformarse a partir de otras experiencias y fuentes de información y socialización. La televisión puede reforzar opiniones ya determinadas, o en proceso de definición por parte del elector. De hecho en los debates electorales, transmitidos por televisión, es usual que los candidatos quieran afianzar el voto de quienes ya simpatizan con ellos más que restarle simpatías a sus contrincantes. Y sobre todo, buscan persuadir a los ciudadanos que aún no están convencidos de ir a votar o por quién votar. La propaganda negativa que con frecuencia se utiliza en esos encuentros tiene el propósito de mermar la imagen del candidato rival, especialmente ante los ojos de los electores indecisos.

Lo que sí es más sencillo es que la televisión, cuando mantiene actitudes constantemente hostiles al sistema político o a sus protagonistas, pueda contribuir al desinterés y el rechazo de los ciudadanos a la participación institucional. Las versiones negativas, como ya se ha señalado, prenden con más facilidad en el ánimo de las personas que las de carácter positivo.

Para trascender el papel cívicamente desmovilizador de la televisión, antes que nada sería necesario que los distintos actores de la vida política que buscan respaldarse en ella la utilizaran de manera propositiva y creativa. Lo que hace pomposa y tediosa a la televisión de contenido político, son los políticos rimbombantes y aburridos.


Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía
Raúl Trejo Delarbre

martes, 13 de diciembre de 2011

La televisión soslaya el contexto histórico de los asuntos sociales.

La televisión marca una tendencia a naturalizar los asuntos sociales, no se ocupa, por lo general, de las causas históricas de desequilibrios, solo interesa “la actualidad”, que se renueva diariamente. Esto forma parte de una manera de ver el mundo, que subrepticiamente es inculcado a los televidentes.



Para la televisión, casi siempre, los acontecimientos comienzan hoy. La permanente compulsión para ofrecernos lo más nuevo, lo realmente actual, el acontecimiento en vivo y en directo, la convierte en un medio sin memoria. Los hechos que relata por lo general son mostrados desprovistos de antecedentes, salvo que se trate de asuntos en los cuales la remembranza también es negocio. La trayectoria de un personaje público es soslayada a menos que sus interpretaciones musicales, méritos deportivos o la simpatía que despierte en el teleauditorio, sirvan para incrementar la audiencia.

La memoria en ese medio suele limitarse a la videoteca de la estación televisora. En busca de televidentes, una emisora puede reciclar un viejo programa, o producir una réplica de la telenovela o la serie que tu vieron éxito años atrás. Pero el interés por el recuerdo es autorreferencial: cuando ocurre, es fundamentalmente para destacar hechos y personajes que han sido registrados por la televisión misma.

Esa des-historización de los acontecimientos forma parte de una frecuente actitud mediática, y, de manera más amplia, del comportamiento de diversos actores en la vida pública contemporánea. La idea de que la historia se construye cada día conduce a la especie de que la historia se reinicia de forma cotidiana. Así, es frecuente que se nos ofrezcan como hechos inéditos acontecimientos que ya han ocurrido antes. La búsqueda de la novedad vuelve obsoleta a la memoria. Por supuesto, a veces hay espacios e incluso canales enteros destinados a rescatar experiencias y hechos históricos. Pero son pocos y suelen estar dirigidos a públicos minoritarios.

El desdén por la historia es parte del desinterés por el contexto en los formatos televisivos. El apremio por la novedad puede ser una fuente de debilitamiento para la cultura democrática si implica la presentación de los hechos segregados de antecedentes y circunstancias. La carencia de información contextual restringe la capacidad de los ciudadanos para conocer, comprender y evaluar los acontecimientos de manera integral.

Qué hacer.
La mejor solución sería contar con otros medios, pero limitarnos a esa esperanza puede significar una actitud desprovista, también, de las lecciones que ofrece el contexto histórico. Los medios públicos tendrían que estar en condiciones de mostrar los acontecimientos con una estructura diferente, que no sólo dé cuenta de los hechos recientes sino además de la trayectoria que los precedió.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

lunes, 5 de diciembre de 2011

La televisión compite con la escuela.

Con mucha frecuencia, en la escuela se ignora y menosprecia la televisión ¿Es una actitud adecuada para combatir sus efectos? y además ¿Hasta qué punto erosiona los conocimientos? ¿Puede ser  la televisión desvastadora? ¿Qué podemos hacer? En los siguientes párrafos se reflexiona sobre el tema.



La televisión no está hecha para educar. Esa no es su función, aunque eventualmente pueda ser utilizada para difundir contenidos que pueden servir de apoyo a la educación escolarizada. Eventualmente, ese medio puede ser aprovechado para propagar conocimientos de carácter escolarizado, como sucede en la telesecundaria o en cursos de educación a distancia. Sin embargo los usos preponderantes de la televisión distan de ser complementarios con la educación.

La educación formal no puede ser indiferente a la televisión y a sus efectos tanto en la sociedad, como en los estudiantes y profesores. A veces la importancia de ese medio ha sido soslayada con una mezcla de apenas disimulado aborrecimiento y de oblicua indiferencia. La televisión no logra socavar los conocimientos que se adquieren en el aula y el hogar, se dice con frecuencia. En otras ocasiones, desde una perspectiva tremendista, se considera que la televisión influye más que la escuela: devasta por las tardes lo que el profesor trató de inculcar en el aula durante las mañanas, se afirma.

La influencia de la televisión es relativa pero efectiva. Su capacidad para erosionar el conocimiento e incluso las relaciones sociales depende del contexto y la experiencia de quienes la miren y por lo general sus mensajes, cualesquiera que sean sus contenidos, son tamizados en muy variados espacios en donde la gente socializa y contrasta las impresiones que ha recibido de la televisión.

Así que, sin exagerar pero sin ignorar su ascendiente, se puede reconocer que la televisión compite, en diferentes medidas, con la enseñanza que se imparte en la escuela. Eso sucede, sobre todo, cuando en la escuela se desestima a la televisión y la enseñanza en el aula transcurre como si ese medio de comunicación no existiera.

Qué hacer.
Antes que nada, es preciso no ignorar a la televisión. Ni los padres de familia, ni los maestros, pueden darse el lujo de considerar que ese medio de comunicación no está presente, con secuelas variadas, en la formación de los niños y los jóvenes. Desde luego, quienes diseñan políticas educativas tampoco deberían soslayar el papel de ese medio.

Si se reconoce que la televisión existe, que sus mensajes y efectos no son siempre los que resultarían deseables, que complementa pero también contrasta con el aprendizaje escolar y que independientemente de lo que digamos de ella ocupa varias horas de la atención cotidiana de la mayor parte de los estudiantes, entonces será pertinente admitir que es necesario educar para convivir con la propia televisión.

Mejor que nosotros lo afirma el mexicano Guillermo Orozco Gómez, uno de los especialistas latinoamericanos más avezados en el estudio de las audiencias y de la recepción crítica de la televisión:
Como punto de partida para una educación crítica del niño televidente el primer supuesto que hay que rebatir es -entonces el que propone tanto a la escuela como a la familia un papel pasivo frente a la televisión. No es artificial el interés de padres y maestros en la programación que los niños ven; por el contrario, lo artificial está en considerar que la relación de la televisión con el niño queda fuera de su tarea educativa. Educadores, padres y maestros juegan de hecho un papel en la relación que el niño entabla con la televisión, y concretamente en la apropiación que el niño hace de los mensajes televisivos.

Las posibilidades para que la televisión forme parte de los recursos de los cuales dispone el maestro para enriquecer el trabajo en el aula son muy amplias. Conociendo la programación de las televisoras, se les puede sugerir a los alumnos que vean un programa que esté relacionado con los temas de las clases de Historia, Geografía o Ciencias Naturales, por ejemplo. Pero cualquier programa, especialmente los que acostumbran mirar los niños y jóvenes, puede ser susceptible de una discusión inteligente y analítica en el salón de clases. El programa de caricaturas más violento, o la telenovela más ramplona, pueden ofrecer elementos de gran utilidad para comentar las parcialidades y limitaciones de la televisión.

Por lo general -dice Orozco Gómez- los niños traen al salón de clase sus impresiones de los programas de televisión que vieron el día anterior y comentan e intercambian opiniones con sus mismos compañeros. Ante estos comentarios, el maestro puede reaccionar con indiferencia, callarlos, o involucrarse inteligentemente en sus conversaciones. De cualquier manera, los niños intercambian sus comentarios, pero, en los dos primeros casos, lo hacen sin la opinión del maestro, que se supone está más informado. En cambio, cuando el maestro interviene, la discusión conjunta de la programación se con vierte en un ejercicio de reapropiación más crítica.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

sábado, 26 de noviembre de 2011

La televisión practica una ética de ocasión, maleable y difusa.

Nosotros confiamos en la televisión, y sin pensarlo, tomamos como verdadero lo que vemos, pero ¿Cuál es la ética que los orienta? ¿Cuáles son sus fines? ¿Están explicitadas? ¿O se ocultan bajo un manto de “neutralidad”? Los siguientes párrafos se ocupan del tema



Algunos de los efectos desfavorables que tiene o puede tener la televisión sobre la cultura cívica, podrían evitarse si las empresas de comunicación tuvieran códigos de ética en donde establecieran las pautas con que manejarían sus contenidos. Es casi imposible que una televisora, por autoritaria que sea, advierta en un código de esa índole que manipulará la información acerca de asuntos públicos, presentará una visión estandarizada de la realidad o que soslayará la diversidad de la sociedad para colmar su programación de estereotipos de situaciones y personas.

Los códigos de ética en el campo de la comunicación de masas existen como resultado de la necesidad de las audiencias, pero también de los medios, para precisar reglas y alcances en la confección de sus mensajes. Por lo general esos códigos señalan compromisos con valores positivos: cuando se trata de la transmisión de noticias, se asegura que la televisora en cuestión lo hará con imparcialidad, objetividad, claridad, distinción entre información y opinión, identificación de las fuentes, sin emplear artilugios técnicos para alterar imágenes o sonido, etcétera. Cuando se trata de la programación en general, usualmente se añade que se evitará mostrar escenas de violencia innecesaria especialmente en programas para niños, que los contenidos para adultos se transmitirán en horarios para esos públicos, que se soslayará el lenguaje procaz y las escenas de mal gusto, etcétera...

Las reglas éticas y sus códigos no modifican el estilo simplificador, las restricciones que se derivan de su lenguaje específico, ni los efectos que independientemente de sus contenidos tiene el formato audiovisual de la televisión. Pero pueden contribuir a generar contenidos que, al reconocer su unilateralidad, hagan de la televisión un medio menos parcial. Sobre todo, las normas de esa índole pueden recordar a quienes hacen la televisión que existen públicos atentos y exigentes, dispuestos a evaluar desde un punto de vista crítico los programas que producen.

Las normas éticas y los códigos que las incluyen son un instrumento valioso, especialmente para que los públicos de las televisoras sepan qué esperar de su programación y qué exigir cuando esas reglas no se cumplen. Son una suerte de contrato informal, pero público, entre el medio de comunicación y sus audiencias. Allí se compendian reglas de carácter general, pero cuya traducción en circunstancias específicas puede ser la diferencia entre un contenido esquemático y discriminador, y otro que muestre con respeto diferentes ángulos de un acontecimiento.

Como todo contrato, los códigos de ética requieren de instrumentos, procedimientos y autoridades responsables de garantizar su cumplimiento. Y precisan, por encima de todo, de voluntad suficiente y sólida para que las televisoras cumplan esas pautas aun cuando puedan afectar sus intereses corporativos o los compromisos políticos que hayan entablado. Y allí es en donde habitualmente se encuentra la fragilidad de tales códigos. Las empresas de comunicación que elaboran y hacen públicos esos inventarios de compromisos profesionales, con frecuencia se ufanan de ellos hasta que se encuentran en la necesidad de acatarlos. Y entonces se olvidan de ellos. Aún así es útil que existan, aunque sea para documentar la inconsecuencia de tales empresas con los principios que dijeron abrigar. La mayoría de las televisoras no cuenta con códigos de ética.

Qué hacer.
Cuando un contrato no se cumple, la parte afectada puede exigir o propiciar una reparación al daño que ha sufrido. Pero en el caso de los códigos de ética, como no son convenios formales sino apenas principios que el medio de comunicación proclama aunque luego se desentienda de ellos, los recursos de los que disponen los televidentes para que esos ordenamientos sean respetados resultan limitados. Pero sí los hay.

Algunos medios de comunicación, para que esos compromisos resulten más creíbles, designan defensores de los televidentes que tienen el encargo de interpretar el código de ética y exigir explicaciones o rectificaciones al medio de comunicación cuando consideran que lo ha incumplido.
Esos defensores deben contar con autonomía respecto de la empresa televisora para cumplir su encargo de manera eficiente. Cuando en un medio de comunicación el defensor de la audiencia, u ombudsman, desempeña otras tareas en esa empresa o en la corporación de la cual depende, sus márgenes para reclamar el cumplimiento del código son limitados. En otros medios hay defensores de los televidentes pero sin códigos en los que puedan apoyarse; en tales casos la reivindicación que puedan hacer del interés de las audiencias está ceñida a los criterios discrecionales con los que decidan actuar.

Los telespectadores siempre tienen la posibilidad de reclamar, denunciar y exigir cuando se transmiten contenidos que no les parecen adecuados. Pero cuando existe un código de ética disfrutan de un recurso adicional, que le da más fuerza a sus observaciones o inconformidades. Los códigos de ética nunca reemplazan a la legislación destinada a normar el desempeño de los medios de comunicación, pero pueden anticiparse a ella y, eventualmente, evitar conflictos legales.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

viernes, 18 de noviembre de 2011

La televisión es refractaria a las críticas.

Diariamente podemos escuchar fuertes críticas hacia la televisión comercial ¿Son escuchadas estas voces por quienes producen los programas? Evidentemente no. Es imposible suprimir este medio, pero ¿Qué hacer? En el siguiente artículo se reflexiona sobre el tema.



La capacidad que tienen, para difundir mensajes que llegan a muchísimos más, suele propiciar una actitud de soberbia y en ocasiones de intolerancia entre quienes manejan y hacen la televisión. En el Olimpo mediático se considera que los televidentes son para mirar, pero no para cuestionar a la televisión. La propagación formidable que alcanzan las imágenes difundidas por ese medio, habitualmente se convierte en una forma de legitimación y justificación. Los productores y directivos de la televisión encuentran que sus mensajes llegan a tanta gente, y que tantas personas los distinguen mirándolos que, entonces, les cuesta trabajo suponer que esos contenidos pueden ser discutibles.

La televisión es vehementemente refractaria a las objeciones. Quienes la hacen, a menudo sostienen que aquellos que analizan de manera crítica a la televisión obedecen a posturas marginadas del interés mayoritario en la sociedad. “¿Cómo vamos a creer que hacemos mal las cosas -alegan- si tanta gente nos ve todos los días?” “Si los televidentes estuvieran hartos de los programas que hacemos les bastaría con apagar el televisor”, dicen también.

Esos argumentos son parciales y pueden ser tramposos. A los televidentes nadie les suele preguntar qué contenidos quieren mirar. Son receptores pasivos de una programación diseñada para interesarlos, emocionarlos o conmoverlos, pero no a partir de sus preferencias sino de lo que en las televisoras alguien decide que será lo que se les haga preferir a esos espectadores. Y la opción de apagar el televisor es engañosa porque implica perder las pobres y a veces pocas, pero únicas opciones de información y entretenimiento que por lo general tienen las personas.

A quienes hacen la televisión les disgusta ser cuestionados pues ya que difunden mensajes con aspiraciones generalistas -para toda la sociedad y a través de la tele visión abierta- toda crítica o réplica es una confirmación del fracaso de esa avidez para que los mensajes televisivos embelesen a todos. Totalitaria en su funcionamiento, la televisión a menudo se asemeja a los regímenes políticos de carácter despótico: se vuelven intolerantes con cualquier forma de discrepancia casi como asunto de principio. Quizá advierten el efecto de cascada que puede tener la propagación de objeciones a ese comportamiento vertical: en la medida en que cada vez más televidentes hacen saber que tienen opiniones que no siempre coinciden con las apreciaciones de la televisión y de quienes la hacen, ese medio pierde el monopolio de la deliberación -y en este caso de la discusión acerca de la televisión misma- que habitualmente procura y con frecuencia logra controlar.

Qué hacer.
Igual que cualquier otra fuente de opiniones y posiciones, igual que cualquier institución que forme parte del entramado político o de la sociedad activa, a la televisión es preciso evaluarla y discutirla. La capacidad de deliberar acerca de los asuntos y protagonistas públicos -y la televisión se encuentra entre ellos- forma parte de la ciudadanía plena.

Una sociedad que no discute a sus medios de comunicación es una sociedad adormecida o amordazada. Una sociedad sin cauces para que esa discusión sea constante, estará constreñida en un aspecto fundamental de su de sarrollo. De hecho, la capacidad para evaluar críticamente a su televisión podría ser considerada como uno de los indicadores de la ciudadanía integral en nuestros días.

Cuando quieren justipreciar a sus medios, los ciudadanos encuentran espacios para ello aunque sea al margen de la televisión. En diversos países la creación de Observatorios de la Comunicación ha sido una opción fructífera para que distintos grupos -académicos, profesionales, vecinales, gremiales, etcétera- discutan los contenidos de la televisión y otros medios. La colocación de sus puntos de vista en sitios de Internet ha abierto una posibilidad accesible y extensa para el examen crítico de la televisión. En no pocos países, la influencia de esos espacios ciudadanos ha sido reconocida por la propia televisión.

Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Crisis de la prensa escrita

La crisis de la prensa escrita es un fenómeno global ¿Cuáles son las causas? ¿Tiene que ver la televisión? ¿En qué influyen las imágenes, la instantaneidad, la noción de “actualidad”? ¿Cuál es el concepto de “veracidad”? Los siguientes párrafos de I Ramonet contestan las preguntas.


La prensa escrita está en crisis. En España, en Francia y en otros países está experimentando un considerable descenso de difusión y una grave pérdida de identidad. ¿Por qué razones y cómo se ha llegado a esta situación? Independientemente de la influencia, real, del contexto económico y de la recesión, las causas profundas de esta crisis hay que buscarlas en la mutación que han experimentado en los últimos años algunos conceptos básicos del periodismo.

En primer lugar, la misma idea de la información. Hasta hace poco informar era, de alguna manera, proporcionar no sólo la descripción precisa - y verificada - de un hecho, un acontecimiento, sino también aportar un conjunto de parámetros contextuales que permitieran al lector comprender su significado profundo.

Era responder a cuestiones básicas: ¿quién ha hecho qué?, ¿con qué medios?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿cuáles son las consecuencias? Todo esto ha cambiado completamente bajo la influencia de la televisión, que hoy ocupa en la jerarquía de los medios de comunicación un lugar dominante y está expandiendo su modelo.

El telediario, gracias especialmente a su ideología del directo y del tiempo real, ha ido imponiendo, poco a poco, un concepto radicalmente distinto de la información. Informar es ahora «enseñar la historia sobre la marcha» o, en otras palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento. Se trata de una revolución copernicana, de la cual aún no se han terminado de calibrar las consecuencias y supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es suficiente para darle todo su significado.

Llevado este planteamiento hasta sus últimas consecuencias, en este cara a cara telespectador-historia sobra hasta el propio periodista. El objetivo prioritario para el telespectador es su satisfacción, no tanto comprender la importancia de un acontecimiento como verlo con sus propios ojos. Cuando esto ocurre, se ha logrado plenamente el deseo. Y así se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender y que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe tener forzosamente una parte visible, mostrable, televisable. Esta es la causa de que asistamos a una, cada vez más frecuente, emblematización reductora de acontecimientos complejos. Por ejemplo, todo el entramado de los acuerdos Israel-OLP se reduce al apretón de manos entre Rabin y Arafat...

Por otra parte, una concepción como ésta de la información conduce a una penosa fascinación por las imágenes «tomadas en directo», de acontecimientos reales, incluso aunque se trate de hechos violentos y sangrientos.

Hay otro concepto que también ha cambiado: el de la actualidad ¿Qué es hoy la actualidad? ¿Qué acontecimientos hay que destacar en el maremágnum de hechos que ocurren en todo el mundo? ¿En función de qué criterios hay que hacer la elección? También aquí es determinante la influencia de la televisión, puesto que es ella, con el impacto de sus imágenes, la que impone la elección y obliga nolens volens a la prensa a seguirla.

La televisión construye la actualidad, provoca el shock emocional y condena prácticamente al silencio y a la indiferencia a los hechos que carecen de imágenes. Poco a poco se va extendiendo la idea de que la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza de imágenes. O, por decirlo de otra forma, que un acontecimiento que se puede enseñar (si es posible, en directo, y en tiempo real) es más fuerte, más interesante, más importante, que el que permanece invisible y cuya importancia por tanto es abstracta.

En el nuevo orden de los media las palabras, o los textos, no valen lo que las imágenes. También ha cambiado el tiempo de la información. La optimización de los media es ahora la instantaneidad (el tiempo real), el directo, que sólo pueden ofrecer la televisión y la radio. Esto hace envejecer a la prensa diaria, forzosamente retrasada respecto a los acontecimientos y demasiado cerca, a la vez, de los hechos para poder sacar, con suficiente distancia, todas las enseñanzas de lo que acaba de producirse.

La prensa escrita acepta la imposición de tener que dirigirse no a ciudadanos sino a telespectadores. Todavía hay un cuarto concepto más que se ha modificado: el de la veracidad de la información. Hoy un hecho es verdadero no porque corresponda a criterios objetivos, rigurosos y verificados en las fuentes, sino simplemente porque otros medios repiten las mismas afirmaciones y las «confirman»...

Si la televisión (a partir de una noticia o una imagen de agencia) emite una información y si la prensa escrita y la radio la retoman, ya se ha dado lo suficiente para acreditarla como verdadera. De esta forma, como podemos recordar, se construyeron las mentiras de las «fosas de Timisoara», y todas las de la guerra del Golfo.

Autor
Ramonet Ignacio
La Tiranía De Las Comunicaciones

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La televisión perjudica la convivencia.

La televisión es el electrodoméstico que más ha influido en nuestras vidas. A diario podemos escuchar quejas, pero muchas familias se organizan en torno a él ¿Perjudica la convivencia? ¿Ayuda a comprender el mundo? ¿O interfiere el conocimiento? Los siguientes párrafos nos ayudan a reflexionar.



El efecto más usual y evidente de la televisión, harto conocido pero que no por ello debiera estar ausente, es la manera como tamiza, obstaculiza e incluso reemplaza las relaciones familiares. Depende, claro, de qué familia se trate. Pero la escena que muestra a los pequeños hijos acompañados del padre y la madre, reunidos en la sala de estar y todos ellos con la mirada y los oídos sintonizados en el televisor, es demasiado cotidiana para pasarla por alto.

La televisión, en efecto, exige tanta atención que a menudo la conversación familiar queda restringida al momento de los comerciales. Podría decirse que esa centralidad que alcanza no es imputable a la televisión sino a la ausencia de lazos familiares suficientemente sólidos. En todo caso, la conjugación de varios factores hace del televisor el eje del interés familiar. La índole del contenido cuenta mucho: un partido de futbol exige más atención que un espectáculo musical, por ejemplo. Pero además de acaparar las miradas la televisión suele asignar su agenda a las conversaciones, tanto en la familia como en otros circuitos en donde la gente se relaciona.

Allí es donde, más allá del núcleo familiar, la televisión tiene un efecto desgastante para la convivencia social. Por un lado, los asuntos que aborda y cuyo interés contagia a los telespectadores no siempre son los de mayor relevancia para la sociedad. En segundo término, la información que ofrece sobre casi cualquier tema es limitada y pobre tanto en cantidad como en calidad. En tercer lugar, la presentación de temas y circunstancias llega a ser tan esquemática que propicia la polarización de la sociedad en donde esos asuntos habrán de ser discutidos.

Si se ocupa de un personaje político, por ejemplo, es muy posible que la televisión lo presente como “bueno” o “malo”, cual si se tratase del protagonista de una telenovela. A la sociedad, entonces, se trasminará una apreciación maniquea acerca de ese individuo. Quienes ya eran partidarios o adversarios suyos, se afianzarán en esas preferencias o animosidades al alinearse a favor o en contra. La televisión habrá remedado los rasgos más esquemáticos y extremos de dicho personaje público, propagándolos y amplificándolos.

La deliberación pública, la identificación de los matices que permiten apreciar sin maniqueísmos una situación o la condición de una persona, los tonos grises que siempre hay para eludir el blanco o el negro de las adhesiones totales o las malquerencias irreductibles -expresiones, ambas, de intolerancia- quedan borrados por ese efecto polarizador de la televisión.

Qué hacer.
Una vez identificada esa consecuencia del lenguaje y el comportamiento televisivos, sería pertinente insistir en los tonos intermedios que siempre puede tener el debate de cualquier asunto público. No es fácil porque la gente, sobre todo en condiciones de tensión y crispación de la vida pública -que es cuando más se presenta la necesidad de atemperar el efecto polarizador de la televisión- prefiere alinearse con posiciones perentorias antes que mantenerse en actitudes intermedias.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

martes, 25 de octubre de 2011

Videopolítica, la fuerza que nos modela

Los partidos políticos sufren un proceso de decadencia, y es en los medios, fundamentalmente la televisión, donde se dirimen las hegemonías, y lo hacen mediante el manejo de imágenes ¿Fueron suplantadas la ideas? ¿Hay reflexión en la TV? Los siguientes párrafos explican la posición de Giovanni Sartori sobre el tema.



Legitimados por el rating y omnipresentes en las sociedades contemporáneas, los medios son instrumentos y -también- actores en la política de nuestros días. El politólogo italiano Giovanni Sartori denominó al comenzar la última década del siglo XX como videopolítica a la enorme influencia de los medios en la definición de las relaciones políticas en la actualidad: “es la fuerza que nos está modelando”. De manera paralela a la decadencia de los partidos, los medios de comunicación se erigen en los espacios privilegiados para procesar consensos, propagandizar aspiraciones y sobre todo, consolidar a la vez que abatir figuras políticas. La imagen desplaza a las ideas y las técnicas del marketing al discurso político al menos tal y como hasta ahora se le había concebido, en virtud de la preponderancia de los medios.

La insistencia de autores como ese pensador italiano para subrayar las consecuencias que tiene la televisión en la construcción de candidatos, la designación de gobernantes, el estado de ánimo de la sociedad y la definición de las decisiones públicas más importantes, ha permitido entender la preeminencia  de ese medio en la vida contemporánea. La imagen y la mercadotecnia a menudo prevalecen sobre las ideas y la reflexión, tanto en el quehacer político como en otras áreas de la actividad pública. Sin embargo en ocasiones autores como Sartori le reconocen  a la televisión un poder de manipulación tan acentuado que, involuntariamente, terminan exagerando las capacidades de ese medio e incluso mitificándolos.

En Homo videns, su obra más conocida acerca de los medios, ese politólogo expresa una profunda preocupación acerca de la influencia de la televisión en el empobrecimiento del razonamiento en las sociedades contemporáneas. Los mensajes habitualmente simples y con frecuencia anodinos que ofrece la televisión, no exigen réplica ni reacción alguna por parte del televidente. La cultura de masas contemporánea, definida de manera muy importante por los contenidos de la televisión, está repleta de información pero con frecuencia se encuentra ayuna de reflexión. Sin embargo la primacía de la imagen lleva a Sartori a considerar que la cultura escrita, con toda la carga de argumentación lógica y razonamiento que puede tener, está condenada  a desaparecer. Al homo sapiens lo sustituye un homo videns inhábil para el pensamiento conceptual, reacio a la lectura y habituado esencialmente a la contemplación de imágenes.

Los hechos se nos muestran, no se explican
La contundencia con que Sartori formula sus preocupaciones y también las lecturas frecuentemente sesgadas de su obra acerca de los medios, en las que suelen destacar más las formulaciones drásticas que los matices que las acompañan, le han creado  a ese autor una inadecuada fama de tremendista respecto de la televisión. Una de sus premisas establece: “Con la televisión, nos aventuramos en una novedad radicalmente nueva. La televisión no es un anexo; es sobre todo una sustitución que modifica sustancialmente la relación entre entender y ver. Hasta hoy día, el mundo, los acontecimientos del mundo, se nos relataban (por escrito); actualmente se nos muestran, y el relato (su explicación) está prácticamente sólo en función de las imágenes que aparecen en la pantalla”.

A la sensación de presencialidad ininterrumpida que nos ofrece la televisión respecto de los asuntos globales más importantes o, para decirlo con precisión, de los asuntos que la agenda mediática ha considerado como insoslayables, se añade esa modificación en la manera para enterarnos de los sucesos públicos. La diferencia entre leer acerca de ellos y verlos mientras ocurren, no es menor.

Cuando sabemos de un suceso gracias a una narración periodística o literaria, nuestro conocimiento se nutre de la mirada que el narrador ha impuesto sobre esos hechos. La mirada de la televisión es diferente: no es la nuestra, porque depende de numerosas circunstancias que no controlamos -el emplazamiento de las cámaras, los cambios entre una y otra, la duración de la transmisión, etcétera- pero la oportunidad de mirar con nuestros propios ojos nos hace testigos del hecho aunque sea a través del filtro impuesto por camarógrafos, reporteros, productores e incluso los anunciantes cuyos productos se promocionan  en cada corte de estación.

La imagen, rival de la lectura
Lo que Sartori ha hecho, ciertamente con eficacia, es subrayar el declive de las ideas complejas y de la lectura a causa, entre otros motivos, de la preponderancia de la cultura audiovisual. Ese autor considera que la imagen no es un recurso para aprehender conocimientos: “la conclusión vuelve a ser que un ‘conocimiento mediante imágenes’ no es un saber en el sentido cognoscitivo del término y que, más que difundir el saber, erosiona los contenidos del mismo”.

Uno de los terrenos de indagación y discusión que abren esas preocupaciones se encuentra en dilucidar si en realidad la imagen no es vía para el conocimiento. Pero sobre todo, hay que recordar que incluso en un mundo repleto de incitaciones y exuberancias audiovisuales (televisores constantemente encendidos, anuncios en las calles, transeúntes con IPod, etcétera) es difícil encontrar imágenes que no vayan acompañadas de textos o que no susciten comentarios o glosas verbales o textuales.

La preocupación de Sartori es auténtica como posición de principio, ante una proliferación de imágenes que coincide con el empobrecimiento de la cultura del texto. Pero ese autor no se apoltrona en una postura irremediablemente catastrofista. Acerca de la posibilidad de que la imagen sea parte de un proceso de elaboración reflexiva más complejo apunta, por ejemplo: “La imagen debe ser explicada; y la explicación que se da de ella en la televisión es insuficiente. Si en un futuro existiera una televisión que explicara mejor (mucho mejor), entones el discurso sobre una integración positiva entre homo sapiens y homo videns se podrá reanudar. Pero por el momento, es verdad que no hay integración, sino sustracción y que, por tanto, el acto de ver está atrofiando la capacidad de entender”.

Entre la sensación y la comprensión
Los medios siempre propalan mensajes en busca de adhesiones, asentimientos e identificaciones entre sus destinatarios. Pero el formato de la televisión, al gravitar más en la imagen que en la retórica verbal o textual, interpela a sus públicos a partir de mensajes que suscitan más la emoción que la reflexión.

La imagen no basta por sí sola para que entendamos un acontecimiento. La efigie de un militar armado hasta los dientes y de mirada bravía puede ser la del miembro de un ejército que sojuzga y reprime a una población, pero también podría ser la de quien ha contribuido a la liberación de esa comunidad. La apreciación que construyamos acerca de esa imagen dependerá del resto de la información que se nos proporcione, o que ya tengamos, sobre el episodio del cual forme parte.

Sartori se ocupa de lo que sucede después con ese mensaje y subraya el escaso valor que, desde su perspectiva analítica, tendrá para el televidente como fuente de conocimiento. Si la televisión no nos ofrece más que la efigie del militar forrado de armas, reaccionaremos a ella con animadversión (o algunos, según su propia formación y contexto, quizá lo hagan con simpatía) pero no la entenderemos y la impresión que nos ocasione será simplemente catártica. Por eso con frecuencia la contemplación del televisor no es más que una sucesión de reflejos emocionales ante desfiles de imágenes que no siempre alcanzamos a comprender. Así sucede especialmente cuando hacemos zapping: al cambiar de un canal de televisión a otro apenas distinguimos entre formas, colores, expresiones y quizá sonidos que nos pueden resultar familiares o no, pero que distinguimos gracias a la información previa que tenemos acerca de ellos aunque no alcancemos a discernir mucho más sobre esas escenas aisladas... la televisión es el medio de mayor presencia social en nuestros días, debemos entender las peculiaridades que se derivan de la imagen como elemento central del lenguaje con el que comunica sus mensajes, advertir que la reacción de sus espectadores se ubica más en el terreno de la sensación que el de la reflexión y concluir que por lo general sus contenidos son poco propicios al entendimiento.


Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía
Raúl Trejo  Delarbre

lunes, 17 de octubre de 2011

Prensa, poderes y democracia

Si pensamos en los “poderes” de hoy ¿Quién tiene capacidad de imponer su voluntad? ¿Es válida la división de poderes republicanos? ¿Es la prensa el “cuarto poder? ¿Cuál es "la verdad"? ¿Cuándo un hecho se considera verdadero? ¿Qué papel juega la televisión?

La relación entre la prensa y el poder es objeto de debate desde hace un siglo, pero sin duda cobra hoy una nueva dimensión. Para abordar el problema hay que empezar por plantear la cuestión del funcionamiento de los media y, más concretamente, de la información.

Ya no se pueden separar los diferentes medios, prensa escrita, radio y televisión, como se hacía tradicionalmente en las escuelas de periodismo o en los departamentos de ciencias de la información o de la comunicación. Cada vez más, los media se encuentran entrelazados unos con otros. Funcionan en bucles de forma que se repiten y se imitan entre ellos, lo que hace que carezca de sentido separarlos y querer estudiar uno solo en relación con los otros.

Por lo que respecta al poder, él mismo atraviesa una crisis, en el sentido más amplio del término. Constituye, incluso, una de las características de este fin de siglo. Hay crisis y, finalmente, disolución o incluso dispersión del poder, lo que hace que difícilmente podamos determinar dónde se encuentra realmente.

Se ha repetido mucho, y durante mucho tiempo, que la prensa - o la información en un sentido más amplio - era el cuarto poder. Se decía esto para oponerla a los tres poderes tradicionales definidos por Montesquieu, y se precisaba: la prensa es el poder que tiene como misión cívica juzgar y calibrar el funcionamiento de los otros tres. Pero la prensa, los media, la información ¿Constituyen todavía el cuarto poder? En la práctica se da, cada vez más, una especie de confusión entre los media dominantes y el poder (en todo caso el poder político) y esto hace que no cumplan la función de «cuarto poder».

Por otra parte, cabría preguntarse cuáles son realmente los tres poderes. Ya se aprecia que no son precisamente los de la clasificación tradicional: legislativo, ejecutivo, judicial. El primero de todos los poderes es el poder económico. Y el segundo ciertamente es el poder mediático.

De forma que el poder político queda relegado a una tercera posición. Si se quisiera clasificar los poderes, como se hacía en los años veinte y treinta, se vería que los media han ascendido, han ganado posiciones y que hoy se sitúan, como instrumento de influencia (que puede hacer que las cosas cambien) por encima de un buen número de poderes formales.

Este hecho hace que sea necesario reflexionar sobre la información. ¿Cómo funciona? ¿A qué estructuras responde? Y estas estructuras de funcionamiento, estas figuras de expresión, esta retórica, ¿han sido siempre así? La revista francesa Télérama publicó recientemente un sondeo que demuestra que, desde hace tiempo, existe una desconfianza, una distancia crítica que los ciudadanos sienten, cada vez más, respecto a algunos media.

Y en particular, desde hace algunos años, sobre todo desde la guerra del Golfo, respecto a la prensa escrita y la televisión, por la forma en que funcionan respecto a cierto tipo de acontecimientos. La radio conserva, hasta el momento, un cierto margen de confianza, a pesar de todo. Sobre la prensa escrita se ha hecho un gran trabajo de educación, en particular en los centros escolares, y si uno se toma la molestia de estudiarla a menudo descubre un puñado de horrores. Con respecto a la televisión, y a pesar de lo que se dice, también se ha aprendido, cada vez más, a analizar las imágenes y se acaban por desvelar críticamente... Y además, existen los magnetoscopios que graban. Mientras que la radio es el único media que no deja huellas.

Esto no quiere decir que no existan los magnetófonos, pero ¿quién graba los diarios hablados de las distintas cadenas y emisoras? La impresión general es que el trabajo de la radio resulta globalmente más profesional. Pero cuando se mira de cerca se encuentran tantos motivos de recelo como en los otros dos. Esta desconfianza respecto a los media es relativamente nueva.

El citado sondeo de Télérama se viene haciendo desde hace veinte años y si se analiza su evolución se observa que prácticamente desde su creación hasta finales de los años ochenta no existía globalmente desconfianza hacia los media. A la pregunta «Si respecto a un mismo acontecimiento la prensa escrita, la radio y la televisión, dicen cosas diferentes, ¿a cuál de los media cree usted más?», las respuestas más numerosas eran regularmente para la televisión. Por otra parte, todavía no hace mucho tiempo que la prensa escrita estaba dotada de una capacidad para revelar las disfunciones de la política lo que, en ocasiones, resultaba totalmente espectacular.

El asunto Watergate demuestra muy bien cómo dos periodistas menores, Woodward y Bernstein, de un periódico ciertamente serio pero en absoluto dominante en su país, el Washington Post, pudieron hacer caer al hombre más poderoso de la tierra, el presidente de Estados Unidos. Por eso subsistía la capacidad de la prensa para ser radical en su voluntad de decir la verdad o de contar hechos extremadamente duros para los gobiernos.

La mayor parte de los periódicos, en todo el mundo y en particular en los grandes países desarrollados y democráticos, intentaron imitar ese tono, ese estilo periodístico, puesto de relieve durante el asunto Watergate. Durante mucho tiempo se admitió la idea de que los periodistas, armados de la verdad, podían oponerse a sus dirigentes, y se recobraba el espíritu de las películas de Capra de los años treinta, o el espíritu del cuarto poder. ¡Cuántas películas se han hecho con un periodista como protagonista principal! Cabe incluso recordar que Superman es un periodista, y Tintín también. ¿Por qué se ha hundido todo esto? ¿Por qué se pasó, a mediados de los años setenta, de una especie de glorificación del periodista, convertido en el héroe de la sociedad moderna, a la situación actual en que el periodista se lleva la palma de la infamia? ¿Por qué fases se ha discurrido?

Creo que han intervenido consideraciones de diferentes órdenes. Hay aspectos de orden tecnológico, de orden político, de orden económico y de orden retórico. El momento de inflexión de este fenómeno, de este cambio en la filosofía de la información, se sitúa en ese año de todos los acontecimientos que es 1989. Al menos se percibe entonces. Aunque es posible que comenzara antes, que se hubieran dado ya elementos anunciadores. Por otra parte, esta nueva concepción de la información hace que hoy exista un concepto cada vez más importante y al mismo tiempo cada vez más equívoco, el de la verdad. ¿Dónde está la verdad? Se podrá decir: yo vi lo que pasó en Rumania, vi esas batallas, esos combates, etc. ¿Cómo es posible? Pues porque esta concepción de la información plantea un camino que conduce a un efecto equívoco.

En el momento en que asisto a una escena que suscita mi emoción ¿dónde está la verdad? ¿En las circunstancias objetivas que rodean a esta escena como acontecimiento y como hecho material, o en el sentimiento que experimento? ¿Qué es lo verdadero? ¿Las circunstancias que hacen que se produzca ese acontecimiento o las lágrimas que caen de mis ojos y que son, realmente, materiales y concretas? Y, además, como mis lágrimas son verdaderas yo creo que lo que he visto es verdadero. Y resulta evidente que se trata de una confusión que la emoción puede crear a menudo y contra la cual es muy difícil protegerse. Este universo que ha creado tal nivel de confusión concede a la televisión el papel de piloto en materia informativa. Obliga a los otros media a seguirla o a tomar distancia, pero, en todo caso, a situarse respecto a la televisión.

Ya hacia finales de los anos ochenta la televisión, que era el media dominante en materia de diversión y ocio, se convirtió también en el primero en materia de información. La mayoría de las personas se informan, esencialmente, por medio de la televisión. La televisión tomó, pues, la dirección de los media y ejerce su hegemonía, con todas las confusiones que provoca respecto al concepto de actualidad. ¿Cuál es la actualidad hoy? Es lo que la televisión dice que es actualidad. Y aquí aparece otra confusión respecto a la verdad. ¿Cómo podría definirse la verdad? Hoy la verdad se define en el momento en que la prensa, la radio y la televisión dicen lo mismo respecto a un acontecimiento. Y sin embargo, la prensa, la radio y la televisión pueden decir lo mismo sin que sea verdad.

Autor
Ramonet Ignacio
La Tiranía De Las Comunicaciones


sábado, 8 de octubre de 2011

Internet para adolescentes, con normas y control

Internet está entre nosotros, y se quedará, nos aporta numerosos beneficios, y hasta ha cambiado nuestra vida cotidiana, pero como la moneda, tiene dos caras ¿Somos concientes de los riesgos? ¿Qué sucede con los adolescentes? Los siguientes párrafos reflexionan al respecto.

El potencial de la red es enorme pero debe medirse su uso especialmente en menores que pueden desviar su atención de labores escolares y sus relaciones sociales
Ya hace tiempo que la televisión, antigua reina de la casa, ha sido reemplazada por Internet y los celulares. Los efectos de la nueva hegemonía se están haciendo visibles ahora, sobre todo en jóvenes estudiantes, quienes en cuestión de tecnología van muchos pasos por delante de la mayoría de adultos.

Esta revolución en las comunicaciones ha modificado la manera de relacionarse, al permitir interactuar prácticamente en cualquier lugar y a cualquier hora. Las rutinas diarias, la vida social y familiar deben adaptarse a los cambios con los que la tecnología sorprende día a día.

Por ejemplo, las redes sociales como Facebook y Twitter, que invierten todo su ingenio en llegar cada día a más públicos, son algunas de las aplicaciones que más están afectado.

Las barreras de la comunicación también han cambiado, siendo ahora más fácil comunicarse con un desconocido al otro lado del planeta que conversar cara a cara de forma profunda y productiva con los hijos.

Los ejemplos de problemas comunicativos entre padres e hijos con Internet de por medio están a la orden del día.

Sin embargo, muchas veces se olvidan las funestas consecuencias que un uso desmedido y sin pautas puede tener sobre el desarrollo de los menores de edad.
Los expertos advierten sobre problemas de distracción y rendimiento escolar de los jóvenes, además de conductas antisociales.

Rendimiento escolar
"El cerebro se acostumbra a cambiar de tareas y no a la atención sostenida. La recompensa no está en una tarea, sino en saltar a la siguiente. Los cerebros de los jóvenes se van a cablear de forma distinta", dice Michael Rich, profesor de Harvard Medical School en un reportaje del New York Times.

Por otra parte, el psicólogo Boris Barraza, especializado en adolescentes, opina que si los jóvenes pasan el día pendientes del uso de Internet su atención se dispersa, y eso les genera más dificultades para mantenerse atentos en los elementos que requieren un mayor análisis.

"A mayor cantidad de tiempo que pasas en las redes sociales la persona no se enfoca en una sola cosa, va saltando de una rama a otra y esto no permite entrenar al cerebro a los procesos mentales superiores para que puedan desarrollarse bien", dice Barraza.

Y detalla otros riesgos posibles: "...se pierde la calidad del contacto humano cara a cara, las relaciones cálidas y la facilidad para mentir. A través de las redes sociales puedes elaborar una tremenda cantidad de fantasías, promesas incumplibles y ofrecimientos irrealizables...".
Para Ana María Carreras, directora del colegio García Flamenco, el problema consiste en establecer límites y considerar qué se comunica y en qué espacio. Además defiende el potencial de Internet como herramienta.

"En el proceso educativo es bonito, porque te permite educar permanentemente y utilizar las redes sociales y el acceso a Internet (...) Puedes hacer entornos personalizados de aprendizaje todo el tiempo utilizando todos los recursos, es muy rico", dice Carreras.

Poner normas en casa
Padres y tutores deben aprender a tolerar el uso de esta herramienta, fijarse en los intereses de sus hijos y controlar su uso en el hogar para mejorar la convivencia familiar.

"Lo recomendable es que haya ciertas normas en casa, a la hora de comer ni adultos ni menores van a contestar llamadas telefónicas ni a revisar mensajes, tener la capacidad de desprenderse de la atención que se les da a a esos aparatitos", menciona Barraza e incluye también ocasiones especiales como ir al cine o una reunión familiar.

Una recomendación para los padres es que no prohiban sino que marquen la duración de la conexión. Barraza sugiere que por cada dos horas de estudio se les permita una hora en Internet, siempre y cuando el tiempo de conexión diario no sobrepase las dos horas diarias.

En el colegio García Flamenco de San Salvador está prohibido acudir a clases con celulares aunque si los padres necesitan comunicarse de forma urgente siempre pueden llamar al teléfono fijo.

"Nos toca a los adultos aprender cómo se están comunicando ellos (menores) ahora y al final es todo sencillo, lo de siempre, el que se deja mal influir por los amigos. (...) Pero se trata de formar criterio en tus hijos, de fortalecer la voluntad y cuidar la comunicación", puntualiza Carreras.


Fuente
Elsalvador.com
Autora: María Cidón

sábado, 1 de octubre de 2011

¿Qué es información?

Muchos dicen que transitamos en una “Sociedad del conocimiento”, otros, más prudentes afirman que esta es una “Sociedad de la información” ¿Estamos realmente informados? ¿Podemos estarlo viendo la televisión? Los siguientes párrafos de I Ramonet abordan la cuestión.



Muchos ciudadanos estiman que, confortablemente instalados en el sofá de su salón, mirando en la pequeña pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes fuertes, violentas y espectaculares, pueden informarse con seriedad. Error mayúsculo. Por tres razones: la primera, porque el periodismo televisivo, estructurado como una ficción, no está hecho para informar sino para distraer; en segundo lugar porque la sucesión rápida de noticias breves y fragmentadas (una veintena por cada telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y desinformación; y finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión más acorde con el mito publicitario que con la movilización cívica.

Informarse cuesta y es a ese precio al que el ciudadano adquiere el derecho a participar inteligentemente en la vida democrática. Numerosas cabeceras de la prensa escrita continúan adoptando, a pesar de todo, por mimetismo televisual, por endogamia catódica, las características propias del medio audiovisual: la maqueta de la primera página concebida como una pantalla, la reducción del tamaño de los artículos, la personalización excesiva de los periodistas, la prioridad otorgada al sensacionalismo, la práctica sistemática del olvido, de la amnesia, en relación con las informaciones que hayan perdido actualidad, etc.

Compiten con el audiovisual en materia de marketing y desprecian la lucha de las ideas. Fascinados por la forma olvidan el fondo. Han simplificado su discurso en el momento en que el mundo, convulsionado por el final de la guerra fría, se ha vuelto considerablemente más complejo. Un desfase tal entre este simplismo de la prensa y la nueva complicación de los nuevos escenarios de la política internacional desconcierta a muchos ciudadanos, que no encuentran en las páginas de su publicación un análisis diferente, más amplio, más exigente, que el que les propone el telediario.

Esta simplificación resulta tanto más paradójica cuando el nivel educativo continúa elevándose y aumenta el número de estudiantes superiores. Al aceptar no ser más que un eco de las imágenes televisadas, muchos periódicos mueren, pierden su propia especificidad y como consecuencia sus lectores. Informarse sigue siendo una actividad productiva, imposible de realizar sin esfuerzo y que exige una verdadera movilización intelectual...

Una actividad tan noble en democracia como para que el ciudadano decida dedicarle una parte de su tiempo y su atención. Así lo entendemos en Le Monde diplomatique. Si nuestros textos son, en general, más largos que los de otros periódicos y revistas es porque resulta indispensable mencionar los puntos fundamentales de un problema, sus antecedentes históricos, su trama social y cultural y su importancia económica, para poder apreciar mejor toda su complejidad.

Cada vez son más los lectores que se interesan por esa concepción exigente de la información y que son sensibles a una manera sobria, austera y rigurosa de observar el mundo. Las notas a pie de página, que enriquecen los artículos y les permiten eventualmente completar y prolongar la lectura, no les perturban en absoluto. Al contrario, muchos ven en esto un rasgo de honestidad intelectual y un medio para enriquecer su documentación sobre los temas.

De esta forma puede construirse una reflexión exigente sobre este mundo en mutación, donde las referencias sobre el presente se difuminan al tiempo que se oscurecen las perspectivas del futuro.

Un mundo más difícil de comprender que exige del periodista humildad, duda metódica y trabajo. Y que pide al lector, como es lógico, más esfuerzo, más atención. A este precio, y únicamente a este precio, la prensa escrita podrá abandonar las zonas confortables del simplismo dominante y salir al encuentro de todos los lectores que desean entender para poder actuar mejor como ciudadanos en nuestras democracias aletargadas. «Serán necesarios largos años», escribe Václav Havel, «antes de que los valores que se apoyan en la verdad y la autenticidad morales se impongan y se lleven por delante al cinismo político; pero, al final, siempre acaban venciendo.» Esta debe ser también la paciente apuesta del verdadero periodismo.


Autor
Ramonet Ignacio
La Tiranía De Las Comunicaciones

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