miércoles, 2 de noviembre de 2011

La televisión perjudica la convivencia.

La televisión es el electrodoméstico que más ha influido en nuestras vidas. A diario podemos escuchar quejas, pero muchas familias se organizan en torno a él ¿Perjudica la convivencia? ¿Ayuda a comprender el mundo? ¿O interfiere el conocimiento? Los siguientes párrafos nos ayudan a reflexionar.



El efecto más usual y evidente de la televisión, harto conocido pero que no por ello debiera estar ausente, es la manera como tamiza, obstaculiza e incluso reemplaza las relaciones familiares. Depende, claro, de qué familia se trate. Pero la escena que muestra a los pequeños hijos acompañados del padre y la madre, reunidos en la sala de estar y todos ellos con la mirada y los oídos sintonizados en el televisor, es demasiado cotidiana para pasarla por alto.

La televisión, en efecto, exige tanta atención que a menudo la conversación familiar queda restringida al momento de los comerciales. Podría decirse que esa centralidad que alcanza no es imputable a la televisión sino a la ausencia de lazos familiares suficientemente sólidos. En todo caso, la conjugación de varios factores hace del televisor el eje del interés familiar. La índole del contenido cuenta mucho: un partido de futbol exige más atención que un espectáculo musical, por ejemplo. Pero además de acaparar las miradas la televisión suele asignar su agenda a las conversaciones, tanto en la familia como en otros circuitos en donde la gente se relaciona.

Allí es donde, más allá del núcleo familiar, la televisión tiene un efecto desgastante para la convivencia social. Por un lado, los asuntos que aborda y cuyo interés contagia a los telespectadores no siempre son los de mayor relevancia para la sociedad. En segundo término, la información que ofrece sobre casi cualquier tema es limitada y pobre tanto en cantidad como en calidad. En tercer lugar, la presentación de temas y circunstancias llega a ser tan esquemática que propicia la polarización de la sociedad en donde esos asuntos habrán de ser discutidos.

Si se ocupa de un personaje político, por ejemplo, es muy posible que la televisión lo presente como “bueno” o “malo”, cual si se tratase del protagonista de una telenovela. A la sociedad, entonces, se trasminará una apreciación maniquea acerca de ese individuo. Quienes ya eran partidarios o adversarios suyos, se afianzarán en esas preferencias o animosidades al alinearse a favor o en contra. La televisión habrá remedado los rasgos más esquemáticos y extremos de dicho personaje público, propagándolos y amplificándolos.

La deliberación pública, la identificación de los matices que permiten apreciar sin maniqueísmos una situación o la condición de una persona, los tonos grises que siempre hay para eludir el blanco o el negro de las adhesiones totales o las malquerencias irreductibles -expresiones, ambas, de intolerancia- quedan borrados por ese efecto polarizador de la televisión.

Qué hacer.
Una vez identificada esa consecuencia del lenguaje y el comportamiento televisivos, sería pertinente insistir en los tonos intermedios que siempre puede tener el debate de cualquier asunto público. No es fácil porque la gente, sobre todo en condiciones de tensión y crispación de la vida pública -que es cuando más se presenta la necesidad de atemperar el efecto polarizador de la televisión- prefiere alinearse con posiciones perentorias antes que mantenerse en actitudes intermedias.


Autor
Raúl Trejo Delarbre
Raúl Trejo Delarbre (México D.F., 1953) es Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Maestro en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Periodismo por la misma Facultad.
Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad.
Extraído de
Televisión y educación para la ciudadanía

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