¿En qué consiste la “ilusión de comunidad” al ver televisión? ¿Cuál es el sentido actual de “espacio público”? ¿Forman una comunidad 500 millones de personas mirando por la televisión, una final de fútbol? Mientras tanto ¿Cómo se toman las decisiones?
Pero la televisión no es solamente aquello que todavía
podemos comprender y donde aún funcionan nuestras categorías culturales
neolíticas; es, además, casi lo único que compartimos, el último espacio común
en el que estamos virtualmente reunidos. Si somos aún una sociedad no es por lo
que hacemos juntos sino por lo que miramos por separado; incluso si cada uno
las contemplamos desde nuestra habitación y con la puerta cerrada, la idea de
"comunidad" subsiste en el hecho de que todos miramos las mismas
cosas al mismo tiempo. Hay algo muy impresionante y casi aterrador en la imagen
de ochocientos millones de personas, de espaldas los unos a los otros,
contemplando en el mismo instante el mismo lance de futbol. Pero no puede
negarse que esta forma de girar simultáneamente la cabeza es hoy por hoy lo más
semejante que tenemos a una constitución mundial.
En una sociedad en la que las plazas han sido desalojadas,
horadadas y selladas con cemento, el botellón proscrito, las manifestaciones
enlatadas y hasta el libre comercio policialmente expulsado de las aceras, la
televisión se ha convertido en el último vestigio de una Asamblea: allí nos
reunimos y allí se originan la mayor parte de nuestras conversaciones de la delgadísima
hora del café, durante la cual nuestros personajes familiares se convierten en
cuestiones de Estado mucho más polémicas que el último presupuesto o la última
ley del Parlamento.
En una sociedad en la que la política se hace en búnkers
subterráneos o comisiones invisibles, en la que la privatización inexorable de
los recursos comunes es acompañada del desprestigio irreparable de
"pueblos", "partidos", "sindicatos" y hasta
"tabernas" (por no hablar de la calle misma, reducida a corredor
celerísimo de pulsiones comerciales) y en la que el término
"publicidad" ha dejado de evocar la condición revolucionaria de todo
"espacio político" -como en 1789- para significar tan sólo la
invasión de éste por parte del interés privado, la televisión conserva una sombra
torcida de la polis -con algo también de mezquita y de templo- en la que, junto
al plebiscito pasivo de las audiencias, el espectador decide en democracia
directa, pulgar abajo o pulgar arriba, la suerte de los que se disputan bajo el
haz de luz sus favores. Por lo demás, el "glamour" de los
presentadores, el carisma del payaso de moda, la fascinación de la estrella
mediática derivan de su inscripción en el aura de este espacio público, de
acuerdo con el tan banal como siempre olvidado principio de Hannah Arendt,
según el cual una verdad privada es siempre menos convincente que una mentira
pública y esto sencillamente porque las primeras son privadas y las segundas
públicas. Por eso, dicho sea de paso, la "publicidad" persuade: la
diferencia que hay entre un charlatán de barraca que vende pócimas y un anuncio
de perfumes en televisión es sencillamente que uno miente ante poca gente y
otro miente ante todo el mundo; que uno miente cara a cara y el otro separado
de nosotros por una transparencia colectiva; que uno miente con medios
artesanales y el otro con medios industriales.
Se percibirá, en cualquier caso, todo el peligro de que el
espacio público, contra un horizonte de "fuerzas impersonales" y
decisiones subterráneas, quede aprisionado en una subcultura que restablece a
pleno horario la "oralidad" neolítica con todas sus servidumbres
psicológicas; es decir, el peligro de que la "autoridad" emanada de
la "publicidad" se inscriba en un recinto de falsa familiaridad
antropológicamente pre-escriturario en el que las adhesiones fiduciarias e
incondicionales impiden la distancia desacralizadora del análisis y la crítica. Políticamente,
las consecuencias naturales de este retorno televisivo al pasado más remoto son
Berlusconi y la consiguiente "berlusconización" por contagiosa
rivalidad de toda la clase y la actividad políticas, orientadas ahora hacia un
electoralismo permanente al estilo romano (ver, por ejemplo, los consejos de
Quinto Tulio Cicerón a su célebre hermano Marco en su Commentariolum petitionis).
Extraído de
Televisión: cinco ilusiones y una propuesta
Santiago Alba Rico
En Revista Archipiélago nº 60 (Monográfico sobre televisión)
Santiago Alba Rico es un escritor, ensayista y filósofo
español nacido en Madrid en 1960.
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