lunes, 12 de agosto de 2013

La ilusión de acontecimiento que da la televisión


La sociedad se mueve en torno al consumo, y esto también se refiere a los “acontecimientos”, que desaparecen rápidamente, tanto de la pantalla televisiva como de nuestro interés ¿Podemos contextualizar los contenidos ofrecidos por la televisión? ¿Consumimos los acontecimientos, como cualquier otra mercadería? ¿Son tan importantes para nuestra vida?


He insistido en otra parte que el capitalismo es el primer orden social de la historia que disuelve esas fronteras, inseparables del concepto mismo de "cultura" y respetadas por todas las civilizaciones conocidas, entre cosas de comer (o "consumptibilis"), cosas de usar (o "fungibilis") y cosas de mirar (o "mirabilia"). El proceso por el cual el capitalismo convierte todas los objetos por igual en "mercancías" se llama "fetichismo"; el proceso por el cual convierte todas los objetos por igual en "comestibles" se llama "consumo". Este doble movimiento simultáneo, en virtud del cual se nos arrebatan ininterrumpidamente las cosas por sacralización y digestión a un tiempo, convierte a la sociedad capitalista en la más primitiva de la historia: un sistema de destrucción o catástrofe generalizada en el que los edificios, las mesas, los automóviles, los ordenadores, los libros y los cuadros resisten tan poco como las aceitunas o los barquillos.

La imagen también. En esta mercantilización exhaustiva del conjunto del universo -hierba por hierba y hombre por hombre- la imagen ha sufrido el mismo destino que todas las otras criaturas. En este sentido, la televisión se limita a reflejar y prolongar al mismo tiempo el contenido y la ideología de la renovación acelerada e ininterrumpida de las mercancías. Destruir las cosas (y los hombres), destruir también sus imágenes. El equivalente de la "novedad" en el mercado es en la televisión el "acontecimiento". Así como los nuevos productos desalojan sin descanso a los viejos sumiéndolos en el olvido, flamantes y solitarios en el escaparate, así la televisión debe ofrecer una sucesión de clímax, un desfile vertiginoso de momentos-cumbre y situaciones de excepción, una contigüidad desparramada de eventos, uno detrás de otro y sin hilazón recíproca, como joyas intemporales extraídas del flujo de la temporalidad. El falso directo de los informativos (con arreglo al modelo estadounidense), la repetición obsesiva de la escena (el estrépito de las Torres Gemelas y la hazaña de Zidane sin distinción), la exclusiva, el estreno, la nueva programación, la siempre-cosa-sin-precedentes, el ojo del telespectador asiste a una cadena galopante de viñetas o cromos sucesivos que la retina no puede retener o contextualizar: un encuentro "histórico", un discurso "histórico", un gol "histórico" o incluso un beso o un paseo "históricos", donde el "acontecimiento" es separado de la cadena efecto-causal en la que encuentra su sentido, como el último automóvil en su vitrina, y desplazado inmediatamente del escenario por otro "acontecimiento" similar.

Bajo nuestro modelo de televisión e independientemente de todas las manipulaciones, el monumentalismo reemplaza a la memoria. Porque allí donde todo es "acontecimiento" no hay ningún acontecimiento; allí donde todo es "histórico" no hay Historia. El régimen "mercantil" de producción de imágenes televisivas mantiene al espectador fuera del tiempo, en una centelleante sincronía sin historia donde nada puede ser recordado ni nada pude ser explicado. Lo mantiene, por así decirlo, aplastado contra la pantalla.

También por esto, claro, la televisión enjuga, restaña todos los análisis. El tempo del "acontecimiento" es incompatible con el tempo del pensamiento. El ritmo estructural que el mercado impone a la televisión, imprime necesariamente al debate, al informativo, a las propias películas, esas escansiones en vaivén que interrumpen el despliegue diacrónico de la argumentación (o del argumento). De esto se quejaba muy justamente Bourdieu en Sur la televisión. Si hay algo más antisocrático que un tribunal, es sin duda un plató: "Los que se han dedicado mucho tiempo a la filosofía frecuentemente parecen oradores ridículos, cuando acuden a los tribunales. (Los filósofos) disfrutan del tiempo libre y sus discursos los componen en paz y en tiempo de ocio. (...) Y no les preocupa nada la extensión o brevedad de sus razonamientos sino solamente alcanzar la verdad. Los otros, en cambio, siempre hablan con la urgencia del tiempo, pues les apremia el flujo de la clepsidra. (...) Sus discursos versan siempre sobre algún compañero de esclavitud y están dirigidos a un señor que se sienta con la demanda en las manos".

La imagen es el fetiche por antonomasia. La televisión "fetichiza" el acontecimiento como la forma mercancía "fetichiza" las relaciones de producción. En el hechizo material del objeto mercantil queda disfrazada su genealogía; su hechura iluminada por el deseo -promovido por todas las sofisticadas técnicas del marketing- aísla y privilegia el orden de la circulación, cuya tendencia bajo el capitalismo será la de convertirse espontáneamente en espectáculo.

Allí donde la circulación de mercancías subsume completamente las relaciones antropológicas, la expresión de Debord es demasiado corta:
ahora la sociedad es el espectáculo. Pero la sociedad, hemos dicho, es la televisión. El espectáculo televisivo, pues, es la ocultación fetichista de lo que ella misma nos enseña, la sociedad que desaparece en el acto mismo de exponerse desnuda ante nuestros ojos. Y este ocultamiento -en el mismo instante- nos lo comemos también con todo lo demás.

Mediante el fetichismo, la televisión opera la estetización del acontecimiento; mediante la velocidad, opera su destrucción (que es lo que literalmente quiere decir "consumo"). La televisión no instruye ni divierte ni informa; en todo caso, nos alimenta. Al igual que los edificios, las mesas, los ordenadores, los automóviles (y sus productores) también nos comemos los "acontecimientos". En este sentido, es verdad que aquello que no enseña la televisión no existe. Pero es mucho peor: como "medio" de satisfacción estética o digestiva (con sus terribles "efectos colaterales" en el mundo), ocurre que lo que enseña la televisión no- existe. Lo que enseña la televisión -es decir- es la inexistencia misma de las cosas que enseña.



Extraído de
Televisión: cinco ilusiones y una propuesta
Santiago Alba Rico
En Revista Archipiélago nº 60 (Monográfico sobre televisión)
Santiago Alba Rico es un escritor, ensayista y filósofo español nacido en Madrid en 1960.

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