Si hablamos de la relación entre la "seguridad" y
el "ojo", hay que empezar por decir que el espectáculo no dirime sólo
las desigualdades entre el Hombre y la Naturaleza: dirime asimismo las de los
hombres entre sí. La razón es theoría, pero el poder también.
Lo sublime nace de una mirada ascendente, de abajo arriba,
desde el ras del cuerpo hacia el cielo borrascoso o hacia la cumbre nevada; el
poder, en cambio, mira siempre de arriba abajo: Escipión, por ejemplo,
contemplando melancólicamente a sus pies la ciudad humeante que él mismo ha
mandado destruir, pero también el oficial de aduana ante el que el viajero
inclina culpable la
cabeza. Tras la expulsión del Paraíso y salvo para los
enamorados, la mirada no admite reciprocidad, impone una jerarquía, desnivela
el mundo; y la hegemonía, pues, presupone y se expresa siempre a través del
espectáculo, cuya manifestación más pura es el Triunfo Romano con su
desigualdad visual entre vencedores y vencidos. De lo primero que se libera el
hombre que aspira a la emancipación es de la mirada del tirano; lo primero que
afirma el tirano -con los mismos medios que le han proporcionado la supremacía-
es su libertad absoluta para mirar. Mirar o ser mirado, mirar sin ser mirado,
someter y -llegado el caso- destruir con la mirada, la conquista de la
"soberanía" implica la búsqueda de cotas geográficas o tecnológicas
cada vez más elevadas desde las que el solo ojo pueda ordenar y decidir los
acontecimientos, proceso en el que la industria militar juega un papel
dinamizador y que alcanza su perfección provisional en los bombardeos desde el
aire. En la tradición espacial que sigue siendo la de nuestra conciencia, el
poder es un "centro" -fortaleza o alcázar inexpugnables- en el que
convergen fluidamente todos los extremos del imperio: informadores,
peticionarios, reos, funcionarios, embajadores, comerciantes, y también esos
cómicos, juglares y volatineros que montan su espectáculo dentro del
espectáculo más amplio de la corte.
Allí el poder visual del emperador es el efecto y la
garantía de tres factores indisociables entre sí: invisibilidad, inviolablidad
e inmovilidad. El emperador, que todo lo ve, no se expone jamás o sólo en
ocasiones señaladas a la mirada de los súbditos. El emperador, porque nadie lo
ve, está seguro, permanece a cubierto de cualquier asechanza, protegido por su
propia ausencia amenazadora. La majestad del emperador, en fin, depende de que
permanezca inmóvil mientras todo gira, se combina y se despliega a su
alrededor. En este sentido, por debajo del campesino y del caballerizo, la
figura socialmente opuesta a la del emperador la encarna precisamente el
"cómico", al que su consentida visibilidad y su incesante movilidad
(desprovisto como está de residencia fija) vuelven despreciable y vulnerable.
¿Qué tiene todo esto que ver con la televisión? Lo primero
que hay que recordar es que la televisión es un mueble o, más exactamente, un
electrodoméstico. Pertenece, pues, al ámbito de la casa. Más aún: a partir
de los años sesenta -un poco antes en el mundo anglosajón- su entronización en
el cuarto de estar pasó a re-estructurar decisivamente, mucho más que la
nevera, la lavadora o el friegaplatos, contemporáneos suyos, la distribución
del espacio doméstico burgués; al contrario que los otros adminículos
eléctricos, confinados en la zona ahora excusada de la producción (la cocina o
el baño), la televisión activaba idealmente la esencia misma de la casa, su
concepto universal -si se quiere- como representación ancestral del hombre
fuera de peligro. Permitía, pues, mantener las separaciones típicamente
"burguesas" prolongando al mismo tiempo y consumando el triunfo del
"hogar" universalmente humano. Los dos elementos irrenunciables que
definen ontológicamente la casa, como caparazón arquitectónico de una intimidad
protegida; los dos símbolos, por así decirlo, de la existencia de un lugar
seguro en medio de las asechanzas exteriores, son la ventana y el fuego. Una
casa es sólo eso. La ventana es el límite transparente que deja fuera el mundo
que podemos, sin embargo, seguir mirando. El fuego es el centro interior que
calienta, recoge y humaniza a las criaturas sentadas a su alrededor. Pues bien,
la televisión ha venido sobre todo -o antes que nada- a conservar bajo otra
forma las ventanas y las hogueras.
Antes de generalizar un modelo de civilización, la
televisión generaliza en efecto las ventanas. Antes de sustituir a la madre o
al maestro, la televisión ha sustituido al fuego. Si la casa sigue siendo
"hogar", sigue siendo focolaris (el lugar de la lumbre), una vez
desplazado el fuego a la periferia vergonzante de la cocina, es porque la
televisión conserva en su corazón una fuente de luz, de calor y de ruido -el
murmullo variable del crepitar de las llamas- que centraliza las miradas, conforta
a los menesterosos, acompaña a los solitarios y tranquiliza a los insomnes.
Gracias a la televisión, las chabolas, las chozas, los sótanos y las ruinas
tienen ventana y fuego; gracias a la televisión, las chabolas, las chozas, los
sótanos y las ruinas son verdaderas casas donde la vida transcurre segura,
libre y placentera.
La televisión es el triunfo de la casa, el poder doméstico
transformado en fortaleza: una ventana bien enrejada y un fuego que nunca se
apaga. Antes de darnos información, entretenimiento o imágenes, la televisión
nos da seguridad. La recepción, pues, de las imágenes vendrá determinada por la
seguridad superior derivada de esta falsa ventana y de este falso fuego.
-La televisión es una ventana pequeña o, más exactamente,
una ventana que empequeñece las cosas que vemos a través de ella. Esta visión
de las montañas, la guerra o la Revolución a escala no debe tomarse a broma; la
insistencia de Kant en asociar el sentimiento de lo sublime al tamaño del
objeto (que debe ser enorme, colosal, inabarcable) garantiza de algún modo la
precedencia del espacio, la fragilidad del sujeto y la inconmensurabilidad de la experiencia. La
"maqueta" ha sido siempre el recinto de intervención preferido del
soberano -o el estratega-, donde hombres, montes y edificios se volvían
manejables.
- La televisión es una ventana horizontal que induce una
visión tecnológica descendente. Al contrario que el espectador de Caspar David
Friedrich, diminuto enderezador de una mirada kantiana hacia lo grande y lo
alto -el paisaje que literalmente lo envuelve-, el espectador televisivo, como
Escipión o el oficial de aduanas, contempla de arriba abajo las imágenes
diminutas y lejanas que se agitan en un rincón de su salón.
- La televisión es una ventana interior. Mientras que las
verdaderas ventanas son límites y se las puede mirar, por tanto, también desde
el exterior, la televisión está dentro de casa. La ventana, que nos protege de
las amenazas, es al mismo tiempo el punto más vulnerable del edificio, por
donde puede colarse el ladrón o penetrar la alimaña. A través de la
televisión entran en el hogar el Estado, el comercio, el ejército, el juglar,
la fauna, el vecino, los extremos todos de este imperio visual; entran sin
conmover ni amenazar la seguridad doméstica. Todo se queda en la ventana; todo
se convierte en casa, de manera que incluso la guerra, la Revolución, el volcán
en el salón nos tranquilizan. Pequeña, horizontal, interior, a la televisión no
hace falta ni siquiera asomarse. Las cosas ya no ocurren en el espacio, ya no
ocurren fuera. El terremoto de Irán, los bombardeos de Bagdad, la exploración
de Marte son experiencias íntimas; no se las contempla, pues, a través de la
ventana: se las contempla a través de la cerradura. La
televisión privatiza el mundo del que ya hemos sido privados en el exterior.
En este sentido, dicho sea de paso, la televisión no ha
venido a superar el cine sino a matarlo y a matar con él la experiencia
tecnológica de lo sublime. La obscuridad inquietante de la noche, la
verticalidad de la visión, la sobredimensión de los objetos, el silencio
sobrevenido, la envoltura sideral de las imágenes (a través de la pantalla
celeste), las condiciones de la recepción cinematográfica fabrican una variante
de espectador mucho más vulnerable en el espacio, sensible al menos al poder de
la estupefacción; un espectador que ha debido además abandonar momentáneamente
su casa, exponiéndose al asalto de la contingencia y renunciando, por tanto, a
su seguridad imperial).
Todo lo dicho, creo, sugiere ya el parentesco visual que une
al emperador y al espectador. Invisibilidad, inviolabilidad, inmovilidad. En
una sociedad en la que el ciudadano es ininterrumpidamente atravesado por un
poder que aumenta su capacidad de penetración visual a medida que se vuelve más
infinitesimal y bacteriano, en la que el individuo es intervenido y registrado
en el sustrato mismo de la vida, en la que desde el ADN al saldo bancario
nuestra intimidad está más que nunca a la intemperie, el espectador dirige a la
televisión una mirada sin reciprocidad, inalcanzable para el objeto de su
visión. En una sociedad en la que la inseguridad aumenta en todos los niveles,
en la que el trabajo y la vivienda han dejado de ser una evidencia, en la que
las amenazas se han instalado en la propia cadena alimentaria (por no hablar de
países en los que la guerra, el hambre o la ocupación minan todo horizonte de
estabilidad cotidiana), la televisión vuelve invulnerable al espectador. En una
sociedad en la que todo es precario, flexible, fluido, en la que los hombres
son cada vez más movidos como arenisca en manos del vendaval, en la que
circulación y velocidad resumen la existencia de las cosas (hasta el punto de
que pararse puede resultar mortal), el espectador permanece inmóvil mientras
todo lo demás se mueve en la televisión.
Puede muy bien concebirse la historia de la humanidad como
una lucha de clases en la que una minoría ha siempre porfiado con éxito por
conquistar, más allá de territorios, riquezas u honores, el derecho de mirar a la mayoría. El mundo de
los que miran de verdad sigue siendo el de una minoría poderosa; esa minoría
mira hoy a una mayoría... que mira a su vez la televisión. La
televisión, pues, invierte ilusoriamente el reparto de soberanía, de manera que
el mismo hombre desnudo, controlado y apriscado, desprovisto de todo
instrumento de intervención, que acepta que su voto cada vez decida menos,
asciende como espectador a esa cúspide de la pirámide social desde la cual,
invisible e inmóvil, determina a distancia con su cetro fotoeléctrico el orden
de lo visual. Que ese poder es ilusorio y -aún más- que es premeditadamente
utilizado por la irresistible minoría bacteriana lo demuestra el hecho de que,
por primera vez desde el Imperio Romano, el espectador se ha vuelto
despreciable -y los bufones, a la inversa, admirables.
Extraído de
Televisión: cinco ilusiones y una propuesta
Santiago Alba Rico
En Revista Archipiélago nº 60 (Monográfico sobre televisión)
Santiago Alba Rico es un escritor, ensayista y filósofo
español nacido en Madrid en 1960.
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